13.- PERFECTO EQUILIBRIO
Sumergido
en la
“penumbra vaga de la pequeña
alcoba”, como anotó la inspirada Rosario Sansores, con todas esas formas
que van como desvaneciéndose hasta perder familiaridad –la campanilla del
velador, el golfista de cerámica china y los retratos de la pared se han
convertido en pinceladas abstractas– el
hombre canturrea el pasillo y se deja seducir por el confort, por el generoso
recibimiento que a su cuerpo dispensa la sábana fresca, aromatizada, por su
almohada antialérgica, plumas de flamenco. Lo que siente se asemeja de un
confuso modo a ser estropeado placenteramente por los chorros y remolinos de
agua del único jacuzzy que frecuenta los fines de semana en el club.
Casi satisfecho prefiere voltearse y
posar su mano izquierda sobre el hombro derecho de la mujer que yace a su lado,
asirlo porque se está más cómodo allí, como agarrándose de algo, porque en sus
sueños los abismos son profanos, imperecederos, amargos, aparte que con su
antebrazo percibe la discreta elevación del seno, su blanda exquisitez, con
suerte el pezón, como para reconstruir por unos segundos otras ocasiones que no
concuerdan precisamente con la quietud y el reponer de fuerzas.
“Te buscarán mis brazos, te besará mi
boca, y aspiraré en el aire, aquel olor a rosas”. Los senos, teoriza, fueron
hechos para que el hombre descansara en ellos y descubriera lo débil que es.
Cuando está por dormir le da por combinar/inventarse frases, imágenes.
Volverse
un poco chiflado.
Concibe que su cabeza es roca ceremonial,
el dintel madre que mira hacia la salida del
sol en las ruinas de Stonehenge, y que reposa con exactitud sobre dos
puntos: la quijada y el hombro izquierdo
de la mujer. Más
arriba el travieso índice de su mano derecha husmea debajo de las cejas del
otro cuerpo, en las mismas órbitas oculares, tratando de encontrar ese misterioso
canalete que al ser presionado produce una simultánea descarga de dolor y
alivio. Lo ha hecho consigo mismo cuando las tensiones cotidianas le han
reventado la cabeza y aunque haya revisado volúmenes de anatomía no ha podido
dar con el nombre de aquel lugarcito, conductor de nervios o algo por el
estilo. Deduce sin embargo que aunque en él funcione, no es seguro que idéntico
efecto tenga en los demás. Abajo, por así decirlo, la planta desnuda de su pie
izquierdo roza y acaricia en un movimiento lineal, de ida y vuelta, los
delicados tobillos de su querida. Aquello no le cuesta ni le impide dormir, más
bien le agrada, lo arrulla, y presiente que también agrada y arrulla.
Su pie derecho, que está libre, sin
contacto alguno, empieza a bastonearse sobre el colchón. Se eleva y cae
pesadamente como una de esas aves que ha sido derribada por el cazador. La
costumbre le viene desde pequeño, tal vez como una lejana evocación a cuando su
madre le daba golpecitos en la
cuna. Nunca
abandonamos la semilla, vuelve a pensar. La mujer reclama con un quejido seco,
de ganso malhumorado, porque cada sacudida retumba en su cabeza como cuando
distingue, muchísimo antes de que arribe a la cuadra, al pesado camión de la
basura que activa con su estrepitoso carnaval de metales y sonidos de diversa
índole, generados en su mayor parte por el mecanismo que tritura, compacta los
desechos, todas las alarmas de los autos.
Están así unos minutos, pero en el fondo
de esa dicha con aspecto de placenta cálida palpita una angustia que no pueden
disfrazar: continúan soberanamente despiertos. Algo ocurre, la conjunción no ha
sido perfecta. Quizás el inicio debió haber sido distinto, discurre la mujer,
como en las últimas noches, con la cabeza del hombre recostada en sus tobillos,
los masculinos y groseros dientes mordisqueando con sumo cuidado la parte más
carnosa y abultada de su pantorrilla, los anchos dedos repasando una y otra vez
la desnivelada superficie de sus articulaciones, y ella sintiendo ese cariño y
el peso de aquella pierna sobre su abdomen. Con urgencia el módulo debe
intentar una variante y la mujer retira con delicadeza de carterista la mano
del hombre, la que asía su hombro derecho, y se la coloca justo en el seno, en
la punta de su elevación, que lo agarre entero, areola y pezón incluidos, así
se siente segura, no permite que sus encantos pasen inadvertidos, ni siquiera
en las mareas del entresueño sino que, al contrario, sean tomados como
fortaleza derrumbada. Sabe que los vencidos serán, a la larga, los victoriosos ya que, de un modo u otro, con torturas de
por medio, necesarios mártires, amenazas y normas estrictas, deben ser
protegidos para que los conquistadores puedan subsistir.
Decepcionado por la maniobra el hombre
espera un par de minutos y aparta la mano del seno. La mujer aprovecha, lo
empuja un poco y ahora es ella quien toma la iniciativa y se voltea sobre su
cuerpo. Ninguno de los dos sabría decir con precisión quién empezó con el
venerable hábito del empiernamiento y cómo había evolucionado hasta volverse
parte indispensable, sustancial, de sus vidas, al punto que el insomnio los
mortifica si alguno debe ausentarse. Aunque muchas cosas han quedado atrás:
flores, chocolates italianos, estrenos en el cine, cenas románticas a media
luz, si de algo les sirve el amor es para traer paz cuando el furor se aplaca. Ahora conversan lo mínimo,
por las tardes recorren juntos, en las arboledas, los círculos dispuestos para
caminantes, dizque con la excusa de mantenerse en el peso correcto y ejercitar
el corazón, admiran el verdor, observan otras parejas como si observaran aves o
ardillas, pelean menos o a veces más, en especial cuando saltan del pasado
viejos flirteos y sospechas. Sin embargo no pueden dormir el uno sin el otro.
La mujer deja caer su mano en el pecho del
hombre, a la altura del corazón; a ella le interesa “escuchar” con su tacto
cada uno de los latidos, en ellos descifra o cree descifrar pensamientos,
muñecas atractivas (como la secretaria esa de buenas piernas, cadenita de oro
en el tobillo, y gestos libidinosos que laboró el año anterior en su oficina),
en particular cuando los tambores
retumban demasiado, entonces, con odio, imagina que dentro de la cabeza del
hombre se ha encendido la fiesta: danzan curvilíneas formas, ombligos y otras cosas
expuestas, cabellos sueltos, sonrisas seductoras, música electrónica de fondo.
Su mano se encrespa, araña venenosa (y peluda, tarántula infame), toma posición
de ataque y son sus uñas, no sus yemas, las que se sitúan sobre la piel, la
degustan, dispensa un pequeño hincón. Recapacita que no debe ahondar más, de lo
contrario llegaría a esas imágenes en blanco y negro, de la otra zángana
despernancada que mostraba sus partes íntimas, aquellas que le encontró en el
computador. Artísticas, fue la tibia respuesta. Para eso me tienes a mí, le
dijo ella con furia y clausuró su abanico de caricias por tiempo indefinido.
También permitió, sí, permitió dejar
avanzar en sus galanteos a uno de sus clientes del banco, niña hermosa usted
desde la ventanilla saca de la rutina a cualquiera, accedió, en un encuentro
furtivo, a las primeras caricias y besos maniáticos y palabras calientes en el
oído que le arrancaron gemidos pero no
la hicieron claudicar. Se repite que si esos espantajos siguen deslizándose
debajo de la almohada no podrá dormir. La hiel es uno de los peores enemigos
del sueño, concluye. Su muslo derecho, en tanto, acaricia la cubierta masculina
y la delicada sábana que nunca debe estar entre piel y piel sino sobre ambas.
Ahora el hombre se siente incómodo porque
una mano sobre el corazón es como un taco que no deja respirar al delfín que
habita adentro. La retira, la coloca en medio de los dos cuerpos, y casi con el
mismo movimiento agarra el muslo de la compañera y ejecuta una especie de llave
de lucha libre, un torniquete, porque la pierna derecha de ella ha quedado
atrapada entre su mano y rodilla izquierdas. Con su mano diestra acaricia la
pierna enganchada, lentamente, con fervor, como esas niñas, hijas de marineros,
que lavan pescados en la ribera,
continua en la pantorrilla y procede luego con un suave masaje en la planta de
los pies. A veces ella le ha preguntado que dónde aprendió eso. Y él responde que ha sido
autodidacta como con el canalete de la órbita del ojo. Escucha ronquidos de
complacencia, los más cercanos al ronroneo de una gata. Es el instante de
aflojar el torniquete, liberarla.
Se voltea hacia su izquierda, deja atrás
los roces y desacuerdos silenciosos. La mujer, que también ha esperado su
independencia, gira hacia la
derecha. Ahora están solos, el uno y el otro. Ovejeros
correteando en la pradera, reuniendo animales dispersos, mariposas sobrevolando
un jardín de pensamientos chinos, fragatas y su inmensa V en el cielo. La mujer
se acomoda como mejor le parece, brazo bajo la almohada, postura casi fetal por
eso de los dolores en la espalda y antes de querer dormirse asegura que mañana
cerrará esa pequeña abertura entre dos persianas que permite el ingreso de una
casi insignificante pero molestosa línea de luz que le golpea directamente en
los ojos, con la exactitud del gancho con que Mohamed Alí noqueó a Foreman.
Nunca ha olvidado ese combate, así deteste el box, ocurrido en la década de los
setenta, y la figura de su padre pegado al televisor. Cuando está sola consigo
misma le aparecen un par de alas delgadísimas, gusta crear libretos y pensar
cómo hubiera sido su vida si se casaba con otro de sus pretendientes. ¿La
consentirían más?, alhajas, vestidos, pasajes a Disney y New York y una caja de bombones en cualquier día
y sin previo aviso como cuenta una de sus amigas en las reuniones de los
jueves. O la abofetearían por el menor detalle o equivocación, como se queja
otra, a más de haberle encontrado una prenda íntima debajo del asiento del
auto. Aprieta los labios con un signo de amargura.
El hombre, en cambio, tiene la apariencia
de un perro feliz que dormita boca arriba, despaturrado en el suelo de una
granja, las piernas entrecruzadas. Como la posición acarrea demasiado peso
hacia su derecha ha introducido su índice entre el colchón y el remarco de la
cama para alcanzar el perfecto equilibrio, quedarse como un trompo en balance
absoluto.
Vuelve a Stonehenge: la sabiduría de las
grandes piedras encierra un sencillo y claro mensaje que dejaron los antepasados y ha
escapado a los científicos que se complican con teorías espinosas. Saber
descansar, con todo el peso, nada más, así de fácil, ni santuario astronómico,
pista para naves espaciales o centro energético creado por Merlín el mago. Cada
gran mole reposa sobre otras dos. Así han durado miles de años. Y para que la
frase miles de años adquiera intensidad busca equivalentes. Pirámides, mar, el
libro del Génesis, fuego. Sospecha que recibir el sueño es cuestión de
segundos, que llegará en cualquier momento como si en algún lugar un extraño
sentado en una butaca apagara un interruptor. Click. Un buen descanso implica
menor desgaste, un detenerse de los años. Lo vivieron los indios navajos y
otros como ellos, se dice. El secreto de la estirada juventud se halla en el
dormir intenso, trivial e imprescindible, como una semilla, abandonar el resto,
lo bueno y lo malo, el tiempo que erosiona. Piensa que hoy en día la vida se
reduce a una palabra, urgencia, despertar, sexo en cinco minutos si es que hay
cinco minutos, desayuno instantáneo, café soluble, repetir la palabra apúrate
como si estuviese recién aprendida, tostadas y leche que no deje grumos, nada
que retarde porque afuera espera el tráfico violento, el ruido, los niños
pordioseros y su hambre infame, la oficina
y la tarjeta de entrada, los cronogramas, el cumplimiento
de los procesos, el tono del celular, mensaje recibido, programa predeterminado
y las teclas que se ajustan maravillosamente para escribir las palabras
correctas, respuesta inmediata, hay que minimizar el tiempo, almorzar en media
hora, conectarse a internet, banda ancha, viajar, morir, también hay que
morirse rápido, lo que demora cuesta (sino cotizar cuidados intensivos versus
sepelios refinados). La paradoja es que nadie le gana al tiempo, sin envejecer
por ello. Es el precio. Y lo peor, piensa, es que enloquecemos cuando no
tenemos nada que hacer. La quietud es una rara especie.
En eso la mujer ha exteriorizado un leve
murmullo, de aparente felicidad, pero no, es la copla de sirena extraviada, de
auxilio, porque en su interior, pese a estar cómoda, siente que algo le falta.
Curiosamente a él le ocurre lo mismo.
“Cuando tú te hayas ido me envolverán las sombras”. Sumergido en la “penumbra vaga…”, angustiosa, con todas esas
formas que ocupan la alcoba y que van como desvaneciéndose hasta perder
familiaridad –el vaso de agua para la noche, la lamparita de mesa y el
crucifijo tallado a mano que está sobre el televisor se han convertido en
pinceladas abstractas– el hombre se deja seducir por el confort, por el
generoso recibimiento que a su cuerpo dispensa la sábana fresca, perfumada, por
su almohada antialérgica, plumas de flamenco. Lo que siente se asemeja de un
confuso modo a estar sentado en una roca de playa, los ojos entornados, degustando
bajo el sol el punto exacto en que la tibia ola llegará a sus pies. Casi
satisfecho el hombre prefiere voltearse una vez más y posar su mano izquierda
ya no sobre el hombro derecho de la mujer, sino
más abajo, para esta vez sí, asirlo porque se está más cómodo allí, como
agarrándose de algo, no con la firmeza de hace poco, aunque sus abismos sigan
siendo lo que son, aparte que con su antebrazo percibe la discreta elevación
del seno, su blanda exquisitez, con suerte el pezón. Los senos, piensa, fueron hechos para que el
hombre admirara con calma la silueta de uno de ellos mientras reposa en el
otr...
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