martes, 5 de octubre de 2010

PATARATO


Te gusta tanto julio porque es el mes de las bandas, la ciudad se viste de guirnaldas y de banderitas celeste-blanco, y tu que merodeas por las calles, rebuscando en los tachos de basura un trozo de pan o algo para cachinear, puedes toparte con el grupo de algún colegio que ensaya para el desfile cívico.
En lo personal prefieres detenerte largo rato, ignorando (¿en verdad lo ignoras?) los festejos que de ti hacen los muchachos, tal vez por las ropas anchas y sucias de espantaniño, o por tu expresión abierta, siempre risueña que habla de tu indefensa condición, para oír el tamboreo incesante y divertirte con las rápidas intervenciones del bastonero.
Entonces, a tu lado, aparece Adalina, amor de tus amores, sientes sus dedos cristal entrelazándose nerviosamente con los tuyos y hasta logras percibir el minúsculo topeteo de sus labios siguiendo la trompeta.
Son las mañanas hermosas, supongo y antes que Adalina se esfume como humo de cigarro, te la llevas, ávido ladrón, entre agitado y feliz, a ese pedazo de pavimento que tienes junto a la ría; cerca del desembarcadero de pescado. Quien sabe si Adalina, atesorada presa de tus ensueños, te perdone todo: los palos retorcidos que sostienen ese tacho de cartones y los recortes de El Universo, pegados con baba, de Emelec y Barcelona.
Y Adalina sonríe mientras le garabateas en el aire algo que quisiera fuesen versos; ciertamente te gusta verla así, perdidamente enamorada, ingresando en tu mundo como una exploradora, aspirando ambos ese aroma extraño y picante (que aveces ni yo mismo soporto) que tiene la orilla con la marea baja.

Para no perder la costumbre, Adalina ha partido; las figuras como un pajarillo de esos que ni tienen nido fijo, posada en el mástil de alguna barcaza. Su inmenso sabor, impregnando en tu piel, te ayuda a empezar con firmeza el día.
Muy temprano pasas por aquí la tienda de abarrotes, ollas y papeles, y deduzco que, entre salivazos y variaciones de tono me dices tío Pepe, estirándome la mano para que te premie con un bocado, luego acudes al centro del mercado con la finalidad de buscar entre canales de aceras, algún tomate no tan podrido que se le haya caído a alguien y que sirva para matar tu hambre maldita. Después la haces de Cristo y rastreas samaritanos de corazón transparente y generoso; quina, sota, gamba, lo que sea bienvenido. Pero recoges miseria (a excepción de las navidades que es cuando toda la gente se percata de ti), y te veo de regreso directo a tu rinconcito apestoso, con la mirada perdida, cansado, sucio y sin Adalina.

Hoy es veinticinco, el día esperado, apostaría que sobrevives para disfrutarlo. Desde que abro la tienda, a las siete de la mañana, alcanzo a divisar entre los troncos que sostienen el pequeño muelle una cabeza que emerge y desaparece. Eres tú.
Sé que más tarde te presentarás en el portal, limpio, peinado no sé cómo, requetebién puesto (al menos para los que estamos habituados a tus andrajos) y me señalarás en el frigorífico las botellas de cervezas. Tomarás dos de golpe y te irás (claro, sin pagarme) con el voltaje al máximo, rumbo a la avenida donde pasará el desfile.
Sé igualmente que Adalina, fiel amor de tus locuras, estará apoyándote como siempre, hincándote con sus uñas para que atravieses la barrera humana, la cuerda de protección y los dos perros policías que parecen entenderlo todo con su mirada atenta.
Estarás obnubilado ante los ritmos y colores, ante los gritos de ese monstruo de incontables cabezas que quieres inclinar a tus pies, deformando más los labios, retorciéndote de furia al observar los nerviosos e inexpertos cachiporreros.
Hasta que por fin aparecerá la primera banda sin timonel. Y cuando crucen por tu posición te adelantarás imponiendo tu paso firme con un bastoncillo, al que dominas maravillosamente: tu derecha lo lanzará al cielo, esperarás las vueltas en el aire y antes de la caída lo amortiguarás con el hombro para agarrarlo con la zurda mágica. Será tu número de entrada y la gente te aplaudirá a rabiar; acto seguido, aprovechando la confusión de los colegiales que estiran el cuello y se miran sin acertar lo que ocurre, les ordenarás q1ue sigan adelante, elevando las rodillas como sargento furioso y lanzándote de cabeza al estilo Curly, el gordo jocoso de “Los tres chiflados” que tanto te gustaba ver de pequeño en la televisión, cuando vivías en casa (perdóname Patarato por aquel día que te abrí la puerta, pero fuíste creciendo, curioseando todo, y tengo hijas que proteger).
El populacho experimentará el delirio; ese loco da cátedra, dirán, y tu presentirás el fin del embrujo, el fin de esas roncas notas metiéndose en tus fibras porque los gendarmes, sospechando la falsa improvisación, caerán como sólo ellos lo practican. Con los perros o los toletazos que tu carne está acostumbrada a recibir ( y yo a curar). Te llevarán agarrado como delincuente vulgar, una o dos cuadras, qué se yo, te darán patadas donde duela; fuera loco de mierda, a joder a otro lado, y te irás por allí, aullando de dolor, señalado por niños con gorras y adultos sonrientes, hasta sentarte en algún banco. Allí descansarán sin pedir permiso, contemplando a Adalina que tampoco ha fugado pero que muestra su dentadura macabra. Y con esa vitalidad que te proviene no sé de dónde ( y que temo mucho, especialmente cuando oigo raspar la madera de la puerta, por las noches) rodearás la manzana para refugiarte de nuevo en el cordón humano. Protegido por el anonimato te mantendrás callado, sobrio, aguardando otra banda sin cachiporrero pero con un tambor grande y fuerte para guiarla.