jueves, 25 de abril de 2013

Misterio escabroso








12.- MISTERIO ESCABROSO



     Lo despertó a quemarropa el estruendo de un motor, era casi como que un rumiante  le resoplara enojado al oído. Enseguida la bocina estridente, sin rasgos de piedad. No había nada que odiara tanto. En general era un hombre sosegado, de algunas cuantas palabras bien medidas cuando la ocasión lo merecía, pero si el auto de atrás lo apremiaba con el claxon se convertía en un guerrero de inframundo, capaz de bajarse, desabotonar su camisa y arreglar cuentas allí mismo, vencer o morir. Un soldado de la guerra de los cien días. El cisco era una invitación al duelo.
     Entre sueños, porque aún creía que se encontraba en la calidez de su aposento, su primer esbozo de pensamiento fue el de acercarse a la ventana y lanzar un ladrillo, si lo tuviera, o por lo menos dictar una puteada soberana e indecorosa a quien molestaba tan temprano y de esa manera. Sin embargo, al abrir los ojos, su visión inicial fue de fatal sorpresa, como si permaneciera dentro de una pesadilla: estaba acostado en plena avenida, bajo un semáforo, deteniendo con su cuerpo a todo el tráfico. Cosa rara, una fina sábana lo cubría hasta la altura del cuello. Desesperado pretendió incorporarse, estiró la tela para quitársela y una nueva alarma lo aturdió. Se dio cuenta que estaba completamente desnudo. En medio del terror intentó dar claridad a las precipitadas y fundamentales preguntas que se le vinieron a la mente como damnificados en repartición de pan. ¿Quién era? ¿Cómo se llamaba? ¿Qué había estado haciendo para terminar allí, en pleno pavimento y con una tela encima?  ¿Lo habrían atropellado y creído muerto?  ¿Pero entonces…por qué la desnudez?
     Los alaridos de los conductores y otros bocinazos cortaron abruptamente sus pensamientos. Exigían con rigor que se apartara de la avenida, que diera espacio, así se tratara de un ensayo televiso o de un loco verdadero. Elevó sus manos en señal de resignación, misericordia y derrota. Se levantó del asfalto y caminó de puntillas y apuradamente hasta la acera inmediata previendo que el lienzo no se le cayera. Deseó despertar, pero no, no era un sueño. Alguien lo había colocado allí, como un juguete, o alguna historia insólita había ofrecido aquel desenlace. ¿Sería cierto lo de aquella droga que convertía en zombis a las víctimas? ¿Habría sido él una de ellas?  No recordaba nada.  Sólo percibía el retumbar de su corazón en el pecho, como cañón en batalla.  Pum pum pum.  Aquello era espantoso.  Junto a él, sobre la acera, una pequeña cara sucia, de esas que piden limosna en las luces rojas, le sonreía.

(Cuento N0. 12 de Errantes y embusteros)

Este cuento fue traducio al francés, y forma parte del proyecto de 18 minicuentos de autores ecuatorianos que será presentado en  la Casa Internacional de Escritores y Poetas de Bretaña (noroeste de Francia) 
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sábado, 20 de abril de 2013

El peleador (Cuento)









18.- EL  PELEADOR

A  José  Chiriboga.

     Sus alas extendidas y firmes, a ratos ágiles, manejaban casi sin dificultad las repentinas ráfagas que podrían desviar su rumbo. Bajó desde la altísima cruz de hierro de la iglesia hasta la copa de un árbol, en el parque, pero no pudo regocijarse con el fresco que allí había. Algo le pasó zumbando muy cerca de su cabeza, lo supo por el silbido y el chasquido de las hojas; ante la amenaza  levantó el vuelo de inmediato.
     El predicador apagó su altavoz, descendió presuroso de la glorieta y con un gesto de censura arrancó de las manos del pequeño la rudimentaria horqueta, éste retrocedió hasta pararse junto a las nalgas de su madre, quien seguía bajo el árbol de grosellas, secándose el sudor y venteándose con un pañuelo mugroso, a la caza de algún tipo con ganas porque la tarde había estado malísima.
     El predicador guardó el arma del tirano en el bolsillo, encendió el megáfono, y señalando con su índice furioso al cine que estaba frente al parque y que estrenaba Insaciable Sara  con llamativos carteles de prendas íntimas y carnes rosaditas inició otra avalancha:
     No hay salvación para los que suplantan el reino por placeres efímeros.
     Sus palabras de pronto parecieron revestirse de un poder inusitado. Los borrachos y ladrones que merodeaban la pileta de azulejos detuvieron abruptamente el parloteo. Algo similar ocurrió con el lustrabotas. El vendedor de frituras dejó de vocear sus exquisitas variedades de cuero y carne. Tanto se notó el silencio que el pastor pensó que por fin Dios había intervenido para que lo escucharan y se conmovieran aquellos corazones de roca. Temiendo que ya casi dentro del redil el mínimo desacierto espantara sus ovejas dijo con la mayor dulzura que era capaz:
     El alma debe ser como el agua, tenaz, buscadora de salidas, invencible, pura.
     Esperó respuestas, un ¡aleluya hermano!, sin embargo el silencio se mantenía, inconmovible. Entonces miró hacia el sitio donde se dirigían las miradas y comprobó con inmensa decepción que su mensaje no había causado admiración alguna y que el responsable del prodigio era el hombre de ligera figura que se acercaba por el lado de la iglesia. 
     Desde el mediodía todos deseaban verlo. Porque a eso de las diez un moreno con torso de rinoceronte indagó por el pintor, mas no para contratarlo, como hacían las personas que lo veían con su maleta de brochas, calcio y espátulas, además del letrerito, sino para sacarle la entremadre. Y se había sentado a esperarlo tranquilamente, junto a la pileta, con una rama en la boca.
     El pintor, pese a rebasar los cuarenta y no ser fornido como el retador, mantenía su cuerpo en tal estado que no había en él vestigio alguno de grasa. Además, sus antebrazos parecían haber sido moldeados por un escultor rústico, lo que sugería que su golpe aún podría conservar la suficiente carga para noquear un caballo, si lo pescaba desprevenido. Se detuvo en la pileta y contempló al individuo que le sonreía con sarcasmo. No hubo cruce de palabras, pero el recién llegado, como si distinguiera todas las variaciones de la provocación, abandonó en el suelo su pequeño maletín y se apartó hacia la izquierda.
     Soy el hijo de Santiago Escobar dijo el moreno, con una mueca de disgusto y meneando la cabeza como si afirmara algo. 
     Desprendiendo la camisa de su cuerpo replicó una vez más:
     Vamos a ver si eres tan varón o tan vacan como dicen.
     Al desafiado no le amedrentaba el taurino pecho ni los hombros de aquel desconocido. En su juventud se había hartado de innumerables contiendas con verdaderos monstruos cuando finteaba por puro gusto con los profesionales del cuadrilátero. Además no tenía idea de quién era “Santiago Escobar”, realmente el nombre no le decía mucho, pero sospechaba que podría ser del tiempo de los muelles o de cuando trabajó como portero en una barra y tenía que sacar los revoltosos a la calle. Seguramente aquella apresurada búsqueda en su memoria le restó concentración porque el primer derechazo le entró fácil y directo en la quijada. La ramera llevó las manos a su boca y el pequeño de la horqueta esbozó una magnífica sonrisa porque jamás había presenciado un golpe que sonara tanto. El hombre debió alargar su brazo para no caerse. Tampoco contó con la adecuada reacción porque el vengador de quién sabe qué afrenta cargó nuevamente con una patada de asno en el centro de su estómago.
     Un borrachito, botella  vacía  en lo alto, gritó que ya era suficiente pero nadie, en el círculo de mirones, reunió el valor o la apreciada sensatez de separar al moreno que ya aprisionaba con un torniquete el cuello de su enemigo. Este, como si vislumbrara una cuerda salvadora dentro de un pozo se acordó de su Maestro, el de sus años mozos, el único, quien desde la revista coleccionable aconsejaba a los fanáticos endurecer las manos enterrándolas en arena caliente. ¿Qué haría el dragón en una situación como esta?  No encontró mejor camino que apostar a la esperanza, es decir, aflojar el cuerpo, no resistir, otorgarle al cruel verdugo toda la confianza para que atenuara la presión de sus tenazas y se dispusiera a rematarlo. Y ocurrió; cansado de estrujarlo como muñeco de feria el moreno dio un paso atrás con la derecha en alto para sentenciar la riña, liquidarlo. Fue suficiente, porque el pintor, renovado por el aire que irrumpió en su garganta, disparó su palma de piedra hacia las cercanas costillas del rinoceronte. Se escuchó un track de madera rota, en el acto, el desafiante lanzó un gemido terrible, blanqueó sus ojos y se dobló hasta el suelo como racimo sesgado por machete.
     No le propinó el porrazo de gracia como había hecho con aquel estibador de antaño que ahora recordaba como su pelea más dura. Fue una madrugada lluviosa, en un terreno baldío, los dos solos, sin opción al ruego, mientras exhalaban sangre de sus fosas nasales, del rostro, de sus puños. El nombre de aquel tipo rudo se escondía como entre nubes pero estaba seguro que tampoco era “Santiago Escobar”.
     Se agachó sobre aquel cuerpo que se retorcía frenéticamente tratando de captar algo de oxígeno para que la vida no se le escapara y extrajo de su mano el único anillo que parecía de oro.
     Es el precio por venir a buscarme dijo, y sin esperar más, le hizo a manera de burla un par de cosquilleos en su quijada, recogió su caja y se marchó con lentitud.
     Hubiese sido estupendo que aparecieran los músicos de alquiler, quienes llegaban en la noche, con sus guitarras y organillos, y que entonaran algún estribillo para perpetuar la ocasión, por lo menos que alguien de carnosos labios silbara como en la cinta de cowboy  Por unos dólares más,  mientras la figura del héroe desaparecía en el horizonte.
     De ambos hablarían por mucho tiempo. Prostitutas, salteadores y lustrabotas. Cada uno con detalles propios, inéditos y valederos, pero respetando la fiel secuencia: la osadía del visitante, los engominados cabellos del ligero hombre que se desparramaron cómicamente con los trancazos, la llave de la asfixia y el insólito golpe que sorprendió a todos.
     Hasta el predicador incorporaría en su repertorio la proeza:
     Bendita tu diestra pintor que ha mostrado a mis ojos una pizca de la inconmensurable fuerza del Señor.
     Y como diría el borrachito de la pileta que, con la contienda, hasta la iglesia se había animado a desafiar aquel cine donde se adoraba la depravación. Y estaba dispuesta a clavarle  su cruz de acero o aplastarlo con el peso de sus cimientos. Tampoco el cine, pequeño y chacharero, le temía, pues cada madrugada, la invitaba para trompearse en el centro del parque. Pero eran historias de alcohol, poco dignas de ser creídas, a  no ser que ambos contrincantes despertaran cualquier mañana con sus respectivas heridas.

(Cuento N0 18 del libro "Errantes y embusteros")

sábado, 13 de abril de 2013

Voz interior (Cuento)







5.- VOZ    INTERIOR

    El gran iceberg cantó toda la noche, así como cantan, embebidos de una extraña mezcla de tristeza y dignidad, los elefantes cuando abandonan la manada, generalmente bajo la luna, para emprender el solitario viaje que los llevará a la muerte. No es una exageración o figura literaria ésta de la luna y los elefantes de la sabana africana. Es algo real, emocionante. Unos sostienen que se vuelven líricos, otros, pragmáticos, que el asunto pasa más bien por la atracción gravitatoria que tiene el satélite sobre los caudales de agua, que es a fin de cuentas, lo que buscan los viejos paquidermos para aliviar su sed infinita.
     Así también ocurría con el iceberg: era imposible detenerlo, pedirle que se callara, del mismo modo que era imposible interrumpir su fase terminal, las presiones de las capas de hielo que se resquebrajaban en el interior y el agua circulando con ferocidad diminuta entre sus recovecos, abriendo nuevos canales, horadando los ya establecidos, los que fueron agrietándose décadas atrás, cuando su cuerpo arribara al brazo del glaciar.
      Aquel canto, que llenaba todo el aire de la noche antártica, empezó con un sonido vibrante, largo, como el de un enjambre de abejas, luego se redujo y un ritmo pausado dominó la sinfonía hasta que de sus burbujas congeladas se liberó algo semejante al lamento de una mujer, un suspiro que se elevó hasta el mismo cielo. Era un anuncio de lo que sobrevendría, el  final. Porque,  al amanecer, la  imponente masa  de más de dos mil quinientos  kilómetros  cuadrados, digamos  casi  del tamaño de Luxemburgo –lo dijeron las agencias internacionales–, por antojarnos un comparativo geográfico, o similar a la cuenca de Aitken, el misterioso cráter que engulle luz en el polo sur de la luna, si nos inclinamos por denominaciones cósmicas, se desprendió de manera estrepitosa. Hubo un rugido de dolor que no fue captado por nadie, ya que el barco de investigación de los alemanes con sus sofisticados aparatos que daban cuenta del avance del calentamiento global había partido días atrás y se encontraba  algunas millas hacia el norte recolectando semillas y restos de vegetación en otros icebergs agonizantes, los que, según algunos soñadores, provienen del centro de la tierra.
     Cayó este gigante de ochocientos sesenta mil millones de toneladas al mar (la equivalencia de la quinta parte del total de agua que se usa y mal usa en el mundo, por año), creando olas de diez y doce metros, las mismas que hubieran devastado algún puerto pesquero cercano. Los satélites lo captaron estable, merodeando el mismo espacio durante tres semanas, girando y acomodándose, a medida que se derretía casi imperceptiblemente, con la paciencia de un perezoso, hacia su nuevo centro de gravedad. Los científicos le pusieron un nombre que denotó su desapego a lo sugestivo, su frialdad inconmovible, entiéndase tremenda falta de creatividad: el B-9B. Pudieron llamarlo Sirius o Lugano, por citar ejemplos. Hubiese sido más interesante leer en la prensa “Sirius es un fenómeno que se repite cada cincuenta años” que  “El B-9B causa perplejidad en el mundo”. Después, contrario a lo esperado, ya que lo usual hubiera sido que se dirigiese rumbo a Australia, para extinguirse en el camino al igual que los de su especie, empezó a moverse hacia el este, llevado por fluidos imperceptibles o impulsos inexplicables, lo que implicaba que habría grandes posibilidades de ser atrapado por la corriente del Humbolt. ¿Tenía entonces el B-9B decisión propia? Algo inédito, pues, dependiendo de la velocidad y aguante, podría ser visto en las costas de Chile, Perú y Ecuador. Su avance, según monitoreo satelital era de unos trescientos a quinientos metros por día, lo que se incrementaría a medida que el mastodonte de hielo se redujera de tamaño.
     Sin embargo, nadie vio de cerca sus colores, sus franjas maravillosas, plomizas y azules, que hablaban de erupciones pasadas, láminas de cenizas que se habían depositado en su superficie cientos de años atrás. Nadie pudo fotografiarlas, lo que hubiera sido correcto para mostrar al mundo la belleza y los caprichos de la naturaleza cuando se decide matizar un lienzo. Nadie vio tampoco, dentro de aquel cuerpo helado, a la mujer de esplendorosos ojos, un entremezclado de verde y celeste, boca ligeramente abierta, con expresión de asombro y no de enfado, cabellos cortísimos y oscuros, y brazos extendidos.
       Llevaba muerta un buen tiempo, tal vez años.
     Si un investigador acucioso, líder de uno de los equipos élites del FBI, un hombre de cejas espejas y mirada vertical, quizás llamado John Walcom, hubiera tenido la suerte o la oportunidad de encontrase allí, con sus botas de escalador, para sujetarse bien con los pupos de acero sobre la superficie del iceberg, se habría detenido a mirar desde un comienzo el traje compacto color naranja de la mujer, añádase guantes de lana de oveja. Jamás hubiera sabido, que, debajo de dicho traje había una piel que le gustaba ser cubierta por pétalos y flores, desde niña, era el juego que jugaba, ser la reina de los colores, hundirse en los charcos para apreciar, boca arriba y aguantando la respiración a más no poder, el salto de los renacuajos desde una hoja a otra. Es un traje de supervivencia, hubiera afirmado Walcom con ese tono de voz que le da la costumbre del acierto, por el espesor y color, basta con verlo para darse cuenta, lo primero para mantener, en lo posible, la temperatura corporal, lo segundo, para distinguirse con rapidez sobre el blanco panorama y ser vista desde el aire o el mar, cuando la buscaran los rescatistas, lo que sugiere que el cadáver fue tripulante de un navío en problemas, un navío que recorría las aguas antárticas, se me antoja que su perfil ronda la investigación o la ciencia.
     Inmediatamente, y debido a su lógica, pasaría a revisar el traje, encontraría justo lo que pensaba, las letras que, en la espalda, identificaban el nombre de la embarcación, las distintas tonalidades del hielo permitían distinguirlo: Green Marí. Sorteado el primer obstáculo, el de ubicar a la desconocida y solitaria víctima con un detalle referencial que esta vez resultó sencillo (qué tal si en la escala de sucesos no hubiera saltado esa referencia, ¿digamos que el chaleco hubiese estado roto?, ¿o las letras ilegibles? ...claro se hubiesen tomado otros caminos –a fin de cuentas era su trabajo–, como por ejemplo peinar el nombre de todas las mujeres desaparecidas en aguas antárticas durante la última década, de seguro no habría muchas reclamantes de aquel cuerpo), el experto procedería a llamar a una integrante de su equipo, Benavidez, situada en la base de operaciones de aquel edificio de ladrillo y cristal en Quantico, Virginia, la procesadora electrónica, según le apodan, aunque es bien mujer, tierna, gusta de aretes gigantescos, paletas de helado, llamativa, Benavidez, no repitan en voz alta su apellido, no sea que se pondere la real prestación que han brindado los latinos en el país de los cincuenta estados y un distrito federal. Le solicita detalles precisos de la embarcación mencionada.
     Cinco minutos después, la mujer devuelve la llamada. Resume lo encontrado en Marcxus, el computador que almacena toda la información imaginable: nombres, alias, domicilios, ocupaciones, viajes, deseos, árbol genealógico, notas escolares, primeros besos, complejos, pecados veniales, mortales y de omisión, fotografías, mensajerías de entrada y salida, historiales, amores, cuernos, etc. Green Mari: navío miembro del grupo Sea Shepherds, quienes se autodenominan piratas ecológicos. Llevan años haciéndole la vida imposible a los balleneros japoneses, esos conchas de su madre que no aprenden, cruzándoseles con sus embarcaciones o lanzándoles botellas de ácido butírico que, aunque suene peligroso y corrosivo no es otra cosa que grasa saturada, cuatro carbones en línea, bombas putrefactas, con aliento de vómito, además de globos de pintura para deslucir la palabra “research”, escrita en la estructura del puente de los balleneros, ya que ellos arguyen que su actividad básica es estudiar el ciclo vital de las ballenas.
     Al grano, repite el investigador en jefe, quien, por querer acercarse a la verdad lo más pronto, habla frases cortas, directas. ¿Tiene datos de lo que ocurrió con el navío?  Lo otro puede ser analizado después. El Green Mari, responde la mujer con cierto tono de enojo al verse reprimida en sus comentarios, en un principio barco de pasajeros, fue remodelado y puesto nuevamente en el océano para las labores de estos activistas. Registra naufragio el 13 de agosto del 2008. En el informe de su capitán, Matt Pierce, neo zelandés, se explica que dos días antes, por perseguir y tratar de dar alcance al Yassi Maru, ballenero de bandera japonesa, la embarcación quedó atrapada en una especie de lago, rodeada por montañas de hielo. Naufragó debido a las escoriaciones continuas y al apretujamiento de los icebergs contra su casco. Fue, literalmente, aplastado. ¿Servía la radio? ¿Pidieron ayuda?  Sí, pero debido al clima inhóspito, que impedía el vuelo de los helicópteros por el asunto de la escarcha sobre las hélices, el rescate tardó dos días. ¿La joven formó parte de esa tripulación?  Afirmativo. Tenemos su registro firmado, en el cual asumía toda la responsabilidad en caso le ocurriera algo. Era su primera campaña. Iba a pasar dos meses en altar mar. Se llamaba Ruddy Rodríguez, venezolana, del estado de Anzoátegui, veintitrés años, estudiaba ingeniería ambiental. ¿Se trata de la reina de belleza? ¿la cejona?  No, es un homónimo, pero seguro que le pusieron el nombre debido a ella, ambas provienen del mismo estado. Algo propio de los latinos jefe, la admiración. Cuando nuestra muerta era una bebé la otra ya era modelo y actriz de cine. ¿Algún informe de su muerte?  Nada concreto. Sólo hay referencias donde se remite su desaparición. A la chica la dieron por perdida dos semanas después del naufragio. Dejaron de buscarla. El investigador frunce el ceño. ¿Cuántos tripulantes tenía el Green Marí? Trece, la cifra siniestra. Ubícalos. Quisiera la nómina, que los entrevisten, sé que esto no tiene cara de asesinato pero no hay otra manera de sacar conclusiones valiosas, no es posible que la declaren desaparecida así por así y nos vayamos a casa a jugar póker o hacer el amor. Tenemos a tres miembros de aquella  tripulación en tierra, responde Benavidez. El primero es Carl Vagen, le apodaban el “holandés volador”. También está su capitán, Matt Pierce, retirado de actividades hace un año. Y una bomba, Valentín Floreano, ex novio de nuestra amiga. Abandonó las actividades con la desaparición de su novia. Buen comienzo, dice el investigador, no perdamos tiempo. ¿Quiénes del equipo están libres? Me gustaría Jordan que es psicólogo, y por su amable apariencia de profesor universitario, o Justin que es atrevida. Si es necesario pidan autorización a los países donde los ubiquen. Esperaré aquí, el hielo aún está fuerte, resistirá el peso, dice golpeando la superficie con los pupos metálicos de la suela de su zapato derecho. Salta algo de escarcha. Acompañaré a esta mujer el tiempo que pueda, lástima que no la podamos remolcar a algún puerto. Tendrá hasta el fin de la tarde, aconseja Benavidez, luego se escucha un silencio, un susurro, una respiración, de esas que reflejan inquietud, otro silencio, lo que deja entrever que la tipa no tiene intención de cortar la señal, duda si hablar o no, hasta que por fin, suelta las palabras: disculpe que me entrometa con sus pensamientos, jefe, pero no vaya a estar confundiendo esto con lo que le sucedió a su hija. Gracias Benavidez, no se preocupe, responde Walcom, es mi labor.
     En el fondo sabe que es cierto. Lo que se dice el dedo en la llaga, la aguja en el pajar. Por el dolor y por dar en el blanco. Recuerda el evento casi todas las noches, diríase sin esfuerzo, cuando las pesadillas se aprovechan de la calma. Todo se repite puntual como en esos círculos donde las salidas están agotadas. Caminaba afuera de las oficinas, vio el cielo azul, algunas aves, una mujer de minifalda sonriéndole desde la acera del frente,  la sensación de rutina y paz hasta que sonó el timbre del celular, la voz desesperada, impersonal. Eran las ocho horas y cuarenta y ocho: algo, una avioneta se ha estrellado contra una de las torres gemelas del Worl Trade Center. ¿Un loco más en el país que los pare como cucarachas? Minutos después la noticia se amplía: no es una avioneta, se trata de Boeing 767 de American Airlines con 81 pasajeros y 11 tripulantes. Intenta comunicarse con su hija, quien labora en la otra torre, la sur. Los celulares han colapsado. Se apura. Busca sendas colaterales. Se lo enseñaron en un curso. Mostraron, tan didácticos estos del FBI, un pie diabético: si pierde irrigación por el bloqueo de micro arterias principales, habrá que activar las secundarias. No hay otra. Solicita a la central aliados que estén cerca. Otro minuto de eternidad. Envejece. No sabe cuánto. Lo comunican con una radio patrulla. Responde el sargento Martínez. Calvo, de bigotes espesos, medio llenito. Lo ha visto todo. Sí, el humo negro se debe al combustible de la aeronave. Se encuentra a dos manzanas de distancia. Hay que sospechar de terroristas. Luego resume el panorama, no las suposiciones: los escuadrones de bomberos están llegando, los policías cercan el perímetro, organizan el desahogo. Caos general. Se estudia la posibilidad de rescatar a los de los pisos superiores con helicópteros. Mi hija está en la torre sur, dice el agente, soltando casi todas las amarras de su voz, piso 75, oficina 28A. Martínez entiende por qué lo han localizado. También la petición. Hay cosas que no se dicen y se ocultan en las palabras que se dicen. Le recuerda una frase famosa de la Biblia: “no tienen vino”. No se preocupe, cópieme su número, hasta eso subiré.
     El investigador en jefe sospecha que la torre sur será parte de la cadena de horror, no hay que descartar el Empire State, debe ser cuestión de tiempo, se lo revela su instinto. Por las pantallas pasan en vivo la escena humeante de la torre norte. Martínez ya se encuentra dentro de los ascensores, mantendrá abierta la línea de comunicación. ¿Cómo es eso de la respiración rítmica? No pasan cinco minutos cuando la torre sur es embestida entre los pisos 77 a 80 por otro avión Boeing 767 de United Airlines. Adentro: movimiento telúrico acompañado de estruendo. Eran las nueve horas seis minutos. Tal vez ese momento odió ser detective, pensó Walcom, saber que estaba en lo cierto, semejante a cuando anticipa los movimientos de los asesinos en serie, su especialidad. Horror. ¿Martínez, estás allí? Click. Pausa. ¿Martínez? Click. Pausa. Afirmativo. Algo estremeció el edificio, una bomba. No es una bomba Martínez. Es otro avión. ¿Otro? ¡Que el Señor nos guarde! Sí, estamos siendo atacados. Recibido, entiendo... el ascensor se ha detenido pero logramos salir. Estoy en el piso cuarenta y cinco. Seguiré por las escaleras. Hay mucha confusión, todos descienden. Su hija debe haber salido...
     Todavía, en sus pesadillas el agente del FBI evoca esas palabras, le dan vuelta dentro de su cabeza como una apuesta invalidada “su hija debe haber salido”, imagina el caos, no hay peor cosa que el pánico general, lo ha visto en lugares públicos, los atentados en estadios y sitios cerrados que propiciara “El devastador”, por suerte capturado. No hay piedad para el que cae. Dibuja a Martínez buscando un espacio entre el tumulto, abriendo los codos, siempre junto a la pared. Parecen antílopes perseguidos. De vez en cuando repite el nombre de la chica. Mary Walcom. A medida que sube el humo se apodera de los espacios. Espacios externos e internos. El agente también divaga con el encuentro entre ambos. ¿Cómo se produjo? ¡Claro¡ a Martínez le entró la llamada. Unos escombros impedían el paso.  Click. Señor, encontré a su hija. Hay malas noticias: parte del tumbado se ha venido abajo, ha colapsado, cerrando el escape hacia las escaleras. Su hija está viva, pero atrapada, junto a un grupo de personas. Trataré de ayudar. ¿Martínez? ¿Martínez? ¿Me escucha? Click. Afirmativo. Una pausa. Silencio largo. Silencio. Sargento, no tiene por qué quedarse, ya hizo su trabajo, la localizó. Mi hija sabe moverse en emergencias. Aconseje que abran todos los ductos de agua y que tengan fe, que no hagan locuras (eso lo decía porque ya la pantalla mostraba gente lanzándose al vacío). Los bomberos están en el edificio, confirmado. No se preocupe agente Walcom, me quedaré con ella. No puedo pasarle la radio pero a través de un boquete le sujeto los dedos de la mano, sabe que estoy hablando con usted. Qué carajo cómo dejarla. Usted haría lo mismo en mi lugar. ¿Me copia? Mary Lou única, válida, siempre igual, desde que fue pequeña. El agente sintió un amague de tranquilidad que duró muy poco. De inmediato, la pantalla mostró que la torre sur, la impactada en segundo lugar, donde se encuentran su hija y el sargento Martínez, se desmorona. Sí, se desmorona, un castillo de legos. Impresión de incredulidad. Devastación en vivo y en directo. ¿Martínez? Click. Silencio total. Bruma maldita en el auricular, en el corazón. No hay otra cosa que cerrar los ojos y bajar la cabeza.
     La voz de Benavidez, luz en el intermedio del túnel, lo vuelve a rescatar. Jefe, tenemos dos conversatorios, no confundirlos con interrogaciones. Se realizaron por teléfono, larga distancia. La tercera entrevista, con Floreano, el novio de la chica, está en curso. Jordan está a cargo. Vive en un chalet, construido en el terreno de los padres de ella. Dada la oportunidad, y sin que usted lo ordene, Justin hablará con ellos, los señores Rodríguez Meza. Bien Benavidez, la felicito. Reproduzco las grabaciones. El agente presta atención. En la primera, Carl Vagen, a quien Walcom imagina flaco, mejillas rosadas, desdentado y ojos de demente, explica que le dicen el “holandés volador” por la forma peculiar de haberse subido a la escalerilla metálica del arponero Nisu Maru II. Que en esa ocasión fue tomado prisionero y enjuiciado en Tokio, donde lo hallaron culpable de los cargos de asalto y agresión (aunque bien se sospecha que al pobre lo usaron a menudo como sparring de prácticas de Karate y Shotokan mientras duró la travesía) y sentenciado a pasar seis meses dentro de un calabozo con paredes pintadas de Godzilla. El público y demás organismos de derechos de animales protestaron, según la costumbre, mostrando letreros con la palabra “asesinos”, quemando monigotes y agarrándose las bolsas, frente a las embajadas niponas. Debido a su audacia, Vagen fue considerado héroe en su país. Fuera de esto, y volviendo al tema Rodríguez, Vagen comentó que conocía a la venezolana, era voluntaria, como todos ellos; era una de las encargadas de la limpieza, todos tenían una función, aunque de repente ayudaba en la cocina, sabía elaborar tortillas de queso, exquisitas. Inolvidables más bien, cuando uno las saboreaba con ese sol naranja descendiendo en el horizonte lleno de témpanos. Además, tenía una zurda formidable, macanuda, puntería y contundencia, sin dudarlo, bien escogida para lanzar proyectiles a los balleneros. Que el día del naufragio debieron descender al hielo, no había otra, llevaron carpas para protegerse del frío, el cual, en las noches, sobre pasa los veinte grados centígrados bajo cero. Que apenas descendieron, y está mal decir a tierra, una ventisca formidable que distorsionaba el origen y ubicación de las voces e impedía la visibilidad los dividió en tres grupos. Que para no seguir dispersándose los que quedaron con él debieron caminar agarrados de las manos. Cuando los encontraron se enteró que Ruddy, miembro de uno de los grupos dispersos, había desaparecido. Eso suele ocurrir, caer en un agujero, les aconteció a unos brasileros dos años atrás. Estos comentarios fueron corroborados por el capitán Pierce. Nos declaró lo siguiente: durante horas perseguimos al buque factoría Yushin Maru. Estaban preparados, se defendieron lanzándonos chorros de agua, potentes, si te agarra uno de ellos es como si te golpearan con un bate, además habían tendido una red gigantesca en la cubierta para que nuestras bombas no les cayeran encima, no contaminaran la carne que estaban faenando, fue una buena estrategia de defensa, no lo dudo, ya pensaremos en otro ataque, ¿sabe que el ejército israelita se ha inspirado en nuestros proyectiles malolientes para crear dispositivos similares de dispersión? Somos innovadores. Bueno, parecía que ese día no lograríamos nuestro objetivo, los japoneses mantenían la distancia, hasta que Ruddy lanzó esa botella. Fue una curva maldita. Estalló en plena cubierta. Todos festejamos porque le dañamos la caza. O parte de ella. Hablando de números ¿sabe que obtienen 250,000 dólares por cada ballena?  Y pueden faenar hasta diez diarias. Pese a ir perdiendo esta guerra, le hemos dado duro a esos pescadores, el año pasado llegaron a cazar 567 ejemplares cuando su cuota bordea las 900. Hemos salvado el 37 por ciento, loable pero no  suficiente, seremos victoriosos cuando las ballenas se muevan con libertad, y evitemos que estos corrompidos las pesquen en su santuario. Luego del suceso perdimos algo de concentración y caímos en esa trampa de hielo. El Yushin Maru pudo salir sin problemas, está hecho para eso. Nuestro barco no. Resistimos un día, hasta que el hielo aplastó el casco, una caja de fósforo. Ese día Ruddy estaba muy asustada, todos lo estábamos. Lo de la ventisca fue otra complicación inesperada. Somos voluntarios, navegantes, no estábamos preparados para esa variante. Sin embargo, hemos aprendido de la experiencia. ¿Ha pasado usted noches en plena Antártida? Una cosa es decirlo. Otra es estar allí. Sé que su novio la acompañó hasta el final, hasta cuando desapareció… ¿El novio? ¿Hablaron ya con el novio?, pregunta  Walcom. Afirmativo, responde Benavidez. Recién llegó la grabación, se la copio.
     Al agente lo invaden deseos irrefrenables de sentarse sobre el iceberg, servirse un whisky, y romper trozos de hielo para colocarlo en el vaso. Pero está en funciones, horas laborales. A la voz de Floreano se la percibe lenta, triste. Ruddy y yo teníamos dos años de novios aunque la conocía desde hace cinco. Pausa. Nos gustaba viajar, hacía un tiempo que estábamos en el empeño de defender la tierra, son aficiones dignas, primarias, teníamos la cursilería de contarles las historias a nuestros nietos, que ellos aún tuvieran mundo. Empezamos con altavoces y camisetas con leyendas ambientales, capacitando turistas y organizando mingas de limpieza en las playas, ni se imagina la cantidad de desperdicio, no es una vaguedad, es un síndrome… plásticos, palos, recipientes, latas, hasta que vimos esos tiburones sin aletas, masacrados. Ese hecho modificó todo. Ruddy dio un paso adelante. Se convirtió en una mujer temeraria. Lo resumo en una sola palabra: pasión. No hay otra forma de entenderla, un hincha de un equipo, un artista, un San Francisco de Asís, loco, descalzo. Incluso elaboró una fórmula para contener la destrucción. Partía de la población mundial. Un problema numérico. Seis mil ochocientos millones de habitantes que no nacieron con conciencia ambiental. Tremenda cifra. Hay culturas donde se forjan valores, lo bueno o lo malo, decía, pero nadie enseña a un hijo que el simple hecho de vivir contamina. Tocaba convencer, involucrarse. Una voluntaria firme logrará, con suerte, veinte conversos. Así eran sus ideas. Raras. Hasta que llegó el día del naufragio. Ya debe saberlo. Los icebergs partieron el casco, parecido al Titanic, la diferencia fue que nuestro barco se hundió con lentitud, lo que nos dio tiempo para sacar lo necesario, carpas, botellones de agua y tabletas de carbohidratos. Los vientos eran muy fuertes, mínimo noventa kilómetros por hora, no conseguimos estar junto a los demás, ese fue el error, ya para qué amargarse, no se puede volver atrás. ¿Qué cómo ocurrió? Algo lamentable, no lo dije antes por el horror que sentí. Está bien, seré breve. Después de la ventisca, armamos la carpa, una odisea, algo que no se ensayó porque jamás pensamos estar en ese tipo de emergencia. Al otro día, el sol nos calentó. Fue maravilloso. Salimos de la carpa y divisamos, muy cerca, un grupo de leopardos marinos. Ruddy fue por la cámara. Yo había leído que esos animales son una lacra, devoran pingüinos y crías de su misma especie, son agresivos. Advertí que no se acercara demasiado. Pero Ruddy no me escuchó, mejor dicho no me hizo caso, siempre fue terca. Uno de esos animales, quizás el líder, un monstruo de cuatrocientos kilos la atacó, literalmente la agarró del brazo y se la llevó por un agujero. ¿Qué por qué no lo dije antes?  Me sentía responsable por ella. Culpable. Todo sucedió en un parpadeo. Ya no podía vivir con eso.  Debí haberme lanzado al agua, morir, de ser posible, con ella. Pero no. No tuve el valor. La busqué, golpeé el hielo con desesperación, abrí boquetes. Nada. Murió. Nadie puede resistir más de una hora la temperatura de esas aguas. ¿Por qué me preguntan por ella ahora? ¿Acaso la encontraron?
     El agente del FBI se acerca de nuevo al cadáver. Piensa que en la relación amorosa era la hembra dominante, Floreano, el nombre lo acompaña, por el perfume que despiden sus letras, debió quedar arrasado, debió arrodillarse, ver el espacio a su alrededor, esperar una muerte que no llegó. Ahora observa el traje con detenimiento, a la altura del brazo derecho: el género está desgajado, se nota un entrevero de carne y tela, hay algo de sangre diseminada en el hielo, no mucha, eso indica que la muerte fue rápida porque la hemorragia se cortó, el corazón dejó de bombear sangre. Eso respalda la coartada del novio cobarde. Un leopardo marino se la llevó al fondo. ¿Cómo supo que aquello la ahogaría?, se preguntó el agente. Los animales saben tantas cosas. Algo los guía. Jefe, la voz de Benavidez se escucha de nuevo. ¿Sí?  Recibí la conversación con los padres de Ruddy. ¿Cómo así el novio vive en terreno de ellos? Habían construido ese chalet para cuando se casaran. Al morir ella, los padres le dieron permiso para que Floreano pudiese vivir allí. Le dijeron que de esa forma no perderían a su hija del todo. No los culpo, comenta el agente, muchos reemplazamos espacios. ¿Hay algo nuevo o de utilidad en la entrevista? No, lo común. Buena hija, un poco revoltosa, de pequeña amaba chapotear en los lagos, enlodarse, amaba los animales, tenemos referencias y fotografías de un perro llamado Joe, pastor alemán legítimo, entrenado por ella, con el que encontró un joven, retrasado mental, que se había perdido en la comarca, dos gatos, Rayas y Manchas, y un loro sin nombre que le gustaba agujerear sandías gigantes. Fue beisbolista, lanzadora de su equipo. Allí queda claro lo de la zurda mágica, dice el agente. Su madre, que la ha soñado de espaldas, sentada en una banca de cemento, en un barrio de calles no asfaltadas, cree que ella está satisfecha, le ha hablado, le ha dicho que sucederá algo que congregará a miles. El investigador en jefe vuelve a mirar el cadáver. Esta vez lo hace de forma piadosa, no analítica. Murió mirando el cielo, comenta, se puede entender que nunca perdió la esperanza.
     ¿Qué podría ocurrir para congregar a miles?
     Y vuelve a su hija. Atrapada en ese piso de la torre sur, rozando, a través del boquete, con sus dedos de pianista, los del sargento Martínez como si, en otro escenario y circunstancia, estuviera haciéndole cosquillas. ¿Usted conoce a mi padre? No, pero ambos trabajamos por la misma causa. No se vaya por favor. No lo haré. Justo tengo una hija más o menos de su edad. El agente lo corroboró. Ahora lo menos que pueden hacer se encuentran el primer domingo de cada mes, al medio día, acuden al cementerio de Manhattan, el Saint Paul's, dejan flores en una fosa común, luego se detienen en la cafetería Martin’s, sonríen, hablan de sus cosas, ella de sus estudios o de su nuevo trabajo, él la escucha con atención suprema, la aconseja, le obsequia palabras que encajan a punta de forcejeo en su rompecabezas familiar desempolvado, y al final, muy breve, para no despertar preocupaciones, bosqueja detalles de los criminales que ha puesto tras las rejas. Es parte de la deuda. Hija y padre prestados.
     La mujer de sangre congelada parece que lo estuviera mirando, ofreciéndole una sonrisa diminuta. ¿Sonríen los muertos?  ¿Serán capaces de…? No. Qué va. Son los sueños que están atrás de los sueños de la muerte, es decir, en los lugares inolvidables donde la muerte se estremece, lo sueños que no serán doblegados por el olvido. Dentro de su perpetuidad danzan dos imágenes que no la abandonarán jamás, ni siquiera cuando el desgaste natural la convierta en fósforo y nitrógeno, ideal para que las bacterias generen plancton. En ellas no estará su novio o el recuerdo de las mañanas cuando veía el sol metiéndose por las rendijas de la ventana. Ni el calor de las almohadas. No. Estará la de una ballena surcando las aguas, impertérrita, la vio en uno de sus viajes, era el Puerto de San Lorenzo, en Manabí, Ecuador: salía a la superficie, inocente y confiada, lanzando chorros de agua por su espiráculo, los cuales alcanzaban los nueve o diez metros, con un sonido bello, espectral. Y estará, irrepetible, la tarde soleada sobre el diamante de beisbol. Era la última entrada. Tres bolas y dos strikes. Bases llenas. Iban adelante siete carreras a cinco. Y el entrenador, después de tenerla calentando a un costado de la cueva, la envió al montículo – lo permitían las reglas, al menos no lo prohibían – porque el lanzador había perdido el control debido a una lesión en el hombro, no soportaba más. Para entonces los muchachos ya conocían su curva perversa, aunque no los terminaba de convencer, o se esforzaban por no hacerlo. Era el todo o nada. Ella instaló su mirada en los ojos del bateador en turno, el gordo Lecaro, blanco, pecoso, cara de engreído, famoso por sus home runes, sí, desatendiendo los gestos de los jugadores que ocupaban las bases y querían confundirla, lo miró a los ojos, profundamente, para robarse su estrella. Respiró. Percibió en sus dedos índice y medio el cosido uniforme de la bola de béisbol. El atrevido jugador que ocupaba la tercera base  emprendió su carrera a home. Levantaba polvo. Era el momento: el bateador también estaría presionado. Elevó su rodilla derecha, un segundo, arqueó el cuerpo, lo que daría potencia a su brazo, otro segundo, giró la muñeca… y lanzó la pelota, sintiéndola una extensión de sí misma, un látigo. Vio el abaniqueo. Escuchó el sonido seco y hermoso del objeto golpeando el guante. Strike. Fin del juego. El roba base quedó a medio camino. No olvida a Lecaro lanzando su casco al suelo, furioso, su regreso por el sendero de la vergüenza. Allí  vinieron las hurras, el festejo, la levantada  en hombros, la visión cercana de las nubes agitadas, la idea  porque no lo vio  de su padre satisfecho, sonriendo bajo su gorra, en las tribunas, él que siempre quiso un varón. Llevará esa jugada en eso que queda después de que los átomos desaparecen. Más aún ahora que está dentro de aquél témpano agonizante que, en el peor de los casos, alterará las mareas y causará inundaciones, aunque su finalidad es sorprender al mundo, arribar al santuario de las ballenas, en san Lorenzo. Dirán que una zombi hermosa se impuso a las corrientes y las fuerzas de la naturaleza.
     Sin embargo, descubre que la soledad de la muerte la ha engañado otra vez, le ha jugado sueños falsos. Porque el agente del FBI ya no se encuentra sobre el iceberg, tampoco está Benavidez en la línea, ni Jordan, ni la morena hermosa. Vendrá la noche, la noche de vientos voraces que intentarán articular historias, pero a lo mucho se asemejarán a la voz marchita de una soprano decadente.
     Para colmo, el agente del FBI, Walcom, en su versión real, no estará junto a los de su equipo orquestando una emboscada en una casucha abandonada en New York. Otros son los que han seguido la pista de aquél anciano asesino de niños (una de las variantes más complicadas y tristes de los criminales norteamericanos). El, con un chaleco gris agujereado, a excepción de los primeros domingos de cada mes que es cuando se acicala, se ha convertido en mendigo verdadero y vagabundea a trompicones con una caminera de alcohol barato y una barba descuidada y maloliente en el Central Park.
     La mujer de hielo tampoco podrá recordar el día cuando fue abordada por la pasión. Le cortaban el pelo, muy corto, y la peluquera le pasó accidentalmente la punta de las tijeras por el cuello, le rozó la yugular. Esa sensación, mínima y profunda, le hizo darse cuenta que sus latidos pendían de un hilo y que había que hacer las cosas con urgencia. Aquello (describir la cadena de acontecimientos y puntos intermedios que motivaron la decisión final no viene al caso) la hizo presentarse de voluntaria en el Green Marí, días después convenció a su novio. Estarían afuera dos meses. Eso creía. Viviría un reto, como cuando se instaló en el montículo con su gorra dorada, un  reto que podía culminar de manera impensada, abandonada en el mar, contemplando las tormentas o los panoramas nocturnos con sus pupilas de cristal, deseando ser una estrella fugaz, ella, una hormiga, de esas que nos sorprenden y nos llenan de preguntas cuando las vemos flotando en las tazas de agua, en las mañanas.
(Cuento N0. 5 del libro "Errantes y embusteros")