sábado, 30 de marzo de 2013

Santiago







25.- SANTIAGO


Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez.
Aunque es tan maravilloso”
E. Hemingway. El viejo y el mar.


     Para el gran pez el fabuloso juego de la libertad consistía en dejarse caer hasta el fondo arenoso como esas barcazas viejas que no resistían el oleaje y de inmediato, con el potente accionar de su cola y aletas bien dispuestas, desplazar su mundo líquido y lanzarse hacia arriba, por un momento, hacia ese otro espacio indómito y veraz donde habitaban las aves de brillantes cuerpos, sus graznidos incesantes que delataban rutas de cardúmenes suculentos, el silencio y la soledad, los cuales aparecían de pronto y se apoderaban de todo, especialmente en las noches, aunque también habitaban los rugidos extraños y el viento, las repentinas lluvias con sus descargas de fuego, perturbadoras de las aguas, y esa burbuja dorada y ardiente que otorgaba vida a las cosas y amaba tanto pero que jamás podía alcanzar con su puntiagudo frente.
     Después de maravillosos segundos de levitación volvía a caer con el estruendo que haría una ola de las enormes.
     ¡Plasssssh!
     Era de nuevo el rey de las profundidades que amedrentaba con su vigor a cualquier enemigo que osara enfrentarlo. Acaso la explicación de su inusual tamaño se hallaba no solo en su incomparable pericia para descifrar códigos aprisionados en burbujas peregrinas, los cuales le indicaban con asombrosa exactitud el tiempo y lugar donde hallaría bancos de caballas, peces voladores o calamares escurridizos, sino que era un mago experto con su espada, a la que utilizaba con fina precisión para golpear y aturdir a sus víctimas antes de devorarlas. Y porque era un consentido de Dios, un goloso. Todos lo respetaban, incluso el desalmado tiburón tigre que gustaba de atacar en grupo. Alguna vez, tres de ellos lo habían cercado. Entonces era muy joven, su aleta dorsal aún no alcanzaba la máxima extensión y de pronto aquello los confió demasiado. Había vivido lo suficiente como para darse cuenta  que los infortunios eran parte innegable del escenario, pero enfrentar a tres tiburones era una desgracia, un pez sin experiencia sólo se hubiera llenado de temor. El de mayor tamaño se colocó al frente, eso indicaba que el ataque vendría de los costados, en cualquier momento, con una violencia seguro impresionante. Sin embargo aún restaba algo para hacerle daño: necesitaban acercársele.
     Fue la primera vez que el gran pez advirtió que la debilidad de algunos era la fortaleza en otros. El, a diferencia, podía prever el daño que haría, desde lejos. Decididamente y como esos caballeros de la edad media enfiló su espada hacia el que estorbaba su paso. Tal fue la sorpresa y rapidez que el adversario no alcanzó el exigente rumbo para esquivar su ataque, la espada golpeó en el centro de aquel cuerpo grotesco, y lo vio sumergirse sin movimiento hacia aguas más oscuras. El gran pez giró. Una vez que incursionaba en el combate le era difícil detenerse. De los rivales, uno había desaparecido, el otro se movía más abajo, de manera zigzagueante, como esos globos de fiesta que se van quedando sin aire, buscando en vano al compañero.
     La única que merecía su distancia, quizás, más por el tamaño que por sus repentinos arrebatos, era la ballena azul, pues apuntando detenidamente y en el intervalo perfecto un golpe de su cola gigantesca bien podía aplastarlo a él y a cinco de los suyos.
     Nuevamente vació su vejiga natatoria, descendió lo necesario; sombras de peces exploradores fugaron espantadas sin concebir que el propósito único era tomar impulso y ensartar el disco hermoso que colgaba allá arriba. Sabía que su esfuerzo era inútil, que cada vez que incursionaba en el aire el disco de fuego lo cegaba. Aún así, le fascinaba aquel cambio brusco que percibía al salir del agua, era como un detenerse de la celeste música y acariciar la nada, para luego caer con el peso de su cuerpo.
     ¡Plasssssh!
     Su pirueta fue detectada por los binoculares de Rino Boy, como apodaban al vigía  negro y musculoso del yate “Dos Rosarios”.
     Un espada a la izquierda, marcha lenta ordenó Rino Boy, desde el puente de mando, y siguió observando los movimientos que se daban en la superficie.
     En la cubierta, el abuelo Leo advirtió el chapuzón. Pese a cargar sobre su cabeza una gorra azul de marinero, con el dibujo de un ancla en el centro de la misma, colocó sus manos a manera de visera, como si no llevara algo que lo aliviara del sol. Vigilaba entusiasmado hacia el rastro de ondas espumosas que había quedado en el mar. Un lomo oscuro, plateado, pareció mostrarse y desaparecer rápidamente; con los destellos que despedía el agua era difícil comprobarlo pero Rino Boy hizo un gesto para que el abuelo se acomodara en la silla giratoria de la popa y se ajustara el cinturón de seguridad. El moreno no divisó otra acrobacia, pero supuso que el gran pez  merodeaba aún la zona.
    Entonces ordenó que detuvieran el motor.
    Era Octubre y día de brujas, por lo tanto la temporada de grandes peces estaba por concluir, las corrientes frías los alejarían del golfo hasta el otro año. La noche de la víspera, en la capilla del muelle, los tripulantes del “Dos Rosarios” repitieron la oración del pescador apasionado y desatendiendo la advertencia grado B que por radio efectuara  la  Armada a los navegantes sobre un oleaje moderado salieron cerca de las doce para hallarse mar afuera antes del amanecer. Tuvieron suerte. La mañana se mostró despejada, con un sol que prometía ser enérgico y el océano en sus mejores condiciones, sin “borreguitos”, como el abuelo le decía a las pequeñas olas, las cuales, usualmente anticipaban algo de mayor escala, apaciguado, dócil, tanto, que hasta hacía daño en los ojos con el reflejo de los incontables pedazos de sol que brillaban en su cuerpo.
     El abuelo Leo también pensó en los signos que se habían presentado. Un trío de bufeos jugueteando en el agua, fragatas y gaviotas de cola cortada acercándose una y otra vez a la superficie marina; armó equivalencias: lo primero indicaba ausencia de tiburones, lo segundo manifestación de pequeños peces. “Si llegan esos predadores las otras especies prefieren apartarse, los delfines sólo juegan cuando están tranquilos, esa es una gran enseñanza, regocijarse en la armonía, además si hay pequeños peces, los hay medianos, si hay medianos, como corvinas y róbalos,  habrían atunes, dorados y agujas”.
     El “Dos Rosarios” se bamboleaba con parsimonia, dejándose llevar por las ondas. Se produjo un silencio casi absoluto, como el que reina en los cementerios de los caseríos, el requerido para no espantar la pesca, sobre todo por el Merlín  que habían divisado, sólo se escuchaba el crujir de la fibra con que el yate estaba fabricado y el sonido del nylon rasgando el aire, luego, el breve chapuzón de la pluma y los dos anzuelos cebados con tiras de sardinas.
     Los peces enormes están para mostrarnos lo limitados que somos dijo el abuelo, quien a veces dictaba alguna que otra sentencia, mientras mantenía su sonrisa petrificada para evitar que su pipa cayera sobre la borda.
     Les diré esto a mis nietos, la próxima vez . Repasaremos Moby Dick y el error del capitán Ahab: menospreciar la ballena blanca. Jamás se debe despreciar a nadie. Peor a una ballena.
     Sus manos sostenían fuertemente pero sin rigidez el mango de la caña Hemingway, diseñada para peces que bordearan los ochocientos kilos. Un par de días antes de zarpar había prometido a Pablo Stephan y María Paula, sus nietos predilectos, que les traería un animal tan inmenso que sus ojos no verían cosa igual en toda su vida, y que se tomarían una foto, los cuatro, en el muelle, bajo la grúa que levantaba los colosos que eran extraídos del agua.  Como no necesitaba vender la carne entregaría la mitad a la fundación de niños de la calle, donde lo conocían muy bien las monjitas, aunque él lo hacía para continuar la obra iniciada por su esposa, tendrían para comer una semana entera, y no les daría más porque mucho de algo tampoco era bueno, la otra mitad la repartiría entre su familia y  los amigos del club, él se quedaría con el mejor medallón de lomo y haría un ceviche, un exquisito ceviche con tomate, limón, media naranja y una cuantas rodajas de pepino, y recordaría cuando estuvo soñando con ese plato, sobre la borda. Extrañaría no compartirlo con su esposa, también se guardaría algo más para comérselo después, a lo pobre: asado, de compañía un plátano verde, cebolla picada, arroz blanco y un pedazo de pan. Nada de salsas melosas que alejaban el encuentro con lo natural. Aquello era para los ricos y sobrados que adoraban comer en hoteles y restaurantes de lujo. Faltaban algunos detalles. Estar descalzo, los pantalones arremangados y su perro Excalibur, un pequinés iracundo, echado a un costado.
     Sí que lo haría, pensó, los sueños merecen respeto, les diría esto también a sus nietos, y si pescaba un aguja colocaría su espada en el centro de la sala.  De pronto su esposa lo hubiera reprobado con disgusto, pues era ella la que se encargaba de la decoración hogareña. Pero estaba muerta y él se sentía muy solo en las noches. Su tacto captaba nítidamente los temblores que el nylon le llevaba desde la profundidad. Es más, pensó, algunas veces ya había atrapado animales asombrosos y, como todo héroe, gustaba percibir el asombro que se dibujaba en la boca de los mirones que se agrupaban sobre la arena, junto a la balanza, para tocar con sus yemas el increíble y resbaloso cuerpo del pez. Había establecido un record mundial en el 76 al capturar un atún Ojo Rojo de doscientos veinticinco kilos. El querido viejo Leo, vestido enteramente de blanco para acompañar el color de su barba, como le apodaban los compinches y amigotes del club, dedicado por completo a disfrutar de los postreros años de la vida y que él estaba dispuesto a llenarlos de cerveza, vino blanco, pulpos al ajillo, calamares gratinados, algo de sushi, porque no le agradaba mucho, además de estar convencido que la gente lo comía por moda y por mostrar a los demás un paladar refinado, de las historias que contaba a sus nietos y de la pesca, su deporte y verdadero aliento.
     Abajo, dentro de la clara profundidad, el Merlín vio deslizarse a un costado la llamativa silueta de un  pececillo alegre pero torpe.  Habituado a la delicia que contenían  esos colores múltiples lo persiguió sin tregua, pero justo cuando se disponía a devorarlo, el pez, como ningún otro, cambió de rumbo y velocidad, dejándolo a él, Merlín atrevido de los mares, con la furia de saberse burlado.
     Saltó nuevamente. Esta vez el coraje retenido en su descomunal cuerpo reveló que estaba listo para la batalla y en plena pirueta se contorsionó con violencia: el agua estalló de sus costados.
¡Plasssssh!
     Santa Madre... ¡Qué grande es! replicó el abuelo al tiempo que la pipa caía sobre la borda. Se olvidó de ella, recogió el nylon con el carrete y lo lanzó nuevamente, con manos temblorosas, cerca del área por donde había contemplado el irrepetible espectáculo. En su vida de pescador, y eso que pescaba desde los siete años, en un diminuto canal donde a puro pulso extraía viejas y tilapias, sólo había visto un pez de ese tamaño. Y fue en una novela; al igual que en las fábulas no creía que existiesen de verdad, así de enormes. Como al abuelo gustaba de bautizar a sus peces no dudó ni por un segundo en el nombre que encontró para ese animal.
     Santiago, sería un honor llevarte al muelle, después de eso ya podría morir sabiendo que pocos hombres harían algo semejante.
        La pluma azul verde fucsia surcó la masa de agua como un rayo y volvió  a cruzar  la retaguardia de Santiago. Este, se percató que su presa ya no era el portento de agilidad que aparentaba; tomó impulso con sus bellas aletas, la persiguió un breve trecho hasta acercarse lo suficiente y se la tragó antes de otra acción esquiva, palpó su carne fresca, el desesperado movimiento que apuntaba al escape… enseguida algo se desgajó en su interior, bruscamente, y sintió dolor, demasiado, peor al que causaban los crustáceos venenosos.
     Para el abuelo fue como percibir que toda la dicha del cielo se concentraba en su caña, lo estremeció la potente sacudida mientras una delicada línea de humo salía del carrete. Aflojó rápidamente la palanqueta del seguro. Rino Boy dio cuenta de la hora. Diez y treinta. Presentía que la lucha sería larga. Y lo fue. Santiago se dirigió hacia el norte abierto y el “Dos Rosarios” se vio obligado a moverse en la misma dirección.
     El gran pez dominaba las aguas. Las había de tres tipos. La primera, la más cercana a la superficie, clara y despejada en el día, a no ser por cargadas nubes o lluvias antojadizas, servía para buscar alimento, allí, éste era abundante por la continua ofensiva de los menudos peces para captar aire y las aves aguardándolos sin misericordia; la segunda, donde la oscuridad era mayor pero no completa, se tornaba útil para los extensos viajes, la escasa visibilidad libraba a cualquier pez de sorpresivos asaltos. Por último, en la zona de entera penumbra se hallaba la paz. Allí acudía cuando necesitaba descansar. El vital líquido lo preservaba del peligro y se sentía tan bien como cuando era muy pequeño y débil para sobrevivir en el mar y su madre se encargaba de las cosas. En dicho espacio ningún ser podía ser lo suficientemente sigiloso como para no ser detectado. O al menos hasta que la vejez dejara de advertirle los movimientos en el agua. Y hacia aquel prodigioso paraje quería ir, sabía que si lo lograba, de alguna manera, sería rescatado.
     Para evitar que el Merlín se refugiara en el fondo y rompiera el nylon Rino Boy ordenó al tercer hombre que encendiera motores. El “Dos Rosarios” se movía en su contra, a marcha lenta, como una anguila herida.  En tanto, el abuelo se encargaba de ceder y no ceder piola, su experiencia le dictaba el tiempo de ajustar o soltar un poco al animal con la finalidad de agotarlo. Sabía que al principio debía dejarlo ir, pero sin excederse, para luego acercarlo al yate. Poco a poco. Esto podía durar muchas horas. O días enteros, pensó, como el pescador de la novela. Y volvió a imaginar el personaje, utilizando sus manos y espalda para retener el pez, mientras que él lo hacía con caña.
     Ambos necesitamos de paciencia dijo . Es lo que importa. El personaje tuvo su canoa, su cuchillo y un escritor formidable que le concedió sabiduría. Yo poseo mi yate y un par de marineros, pero a fin de cuentas estoy sólo con el pez, como él, y no considero que haga trampa.
     Para dejar que corrieran los minutos tenía presente a  María Paula y Pablo Stephan. Pensar en ellos es mejor que pensar en leones, dijo. Y reflexionó. Ese es el secreto del pescador, buenos pensamientos. Y él poseía una docena de nietos. De su parte, la invitación al cariño era la misma para todos, no así la retribución. Carlos y Juan Carlos de doce y diez años parecían marionetas humorísticas, sólo andaban trompeándose estúpida y repetidamente por la más mínima causa, por saber quién absorbía más rápido un batido o pateaba más fuerte un balón, y  allí los puñetazos, los agarrones y las volteretas en el piso. Peleaban tanto que aburría verlos. A veces el abuelo Leo les decía que le inflamaban las bolsas.
     Como pez merodeador una idea se cruzó por la mente del viejo al mismo tiempo que un tirón del adversario, al que manejó casi mecánicamente con el carrete; sonrió: “si fuera director de un proyecto televisivo, los convertiría a esos dos en marionetas, sí, los llamaría Mucho y Palo”. Mejor debo ir fabricándolas para sorprenderlos con una exhibición, dijo en voz baja. Juan Andrés y Juan Fernando eran adolescentes, “pavollos” les decía él: “ni pavos ni pollos”, los cuales habían ingresado a ese mundo hermético que condecía a los adultos del exterior muy pocas palabras. El  ligero repertorio se limitaba a hola, bien, si, no, un poco, chao. Alejandra, Paola y Marta, las quinceañeras, estudiaban ballet y danzas españolas y cuando lo visitaban parecían curiosas mariposas de invernadero porque andaban de un lado a otro, estirando sus brazos, girando sobre sí mismas y moviendo sus manos en el aire como si estas tuvieran que acomodarse a cada instante. Caminaban de puntillas y sonreían con frecuencia, eran además extremadamente atentas: ¿Quieres un vaso de gaseosa abuelito?  Y cualquiera de ellas iba y regresaba de la refrigeradora, danzando y emitiendo una melodía con sus labios. Aquello también le inflamaba las bolsas y sabía que era injusto, que se estaba volviendo cascarrabias.
     Entonces guardaba silencio y muy a su pesar sonreía. Emilio, Ariana y Sebastián, eran especies extrañas, como la rémora y el pez payaso. Ariana, de ocho años, se había ganado el epíteto de niña silencio porque luego de besarlo en la mejilla desaparecía sin dejar rastro, como esas serpientes de la arena, no la veía más y se pasaba buscándola hasta que Excalibur, con su fino olfato, la encontraba en algún lugar de la casa, hurgando sus cosas preferidas.
     Sebastián se encargaba, pese a estar advertido de que era un animal de carácter fuerte, de darle cacería a Excalibur, quien siempre terminaba de cazador, y el abuelo tenía que ir a rescatar al pequeño cuando lo encontraba sobre un mueble, llorando y haciendo pucheros.
     Emilio, el pez payaso, no podía estar sin movimiento, peor “soportar” y no disfrutar con calma la lectura de una historia y le preguntaba cuántas páginas faltaban o le suplicaba, palmas unidas, que contara ya el final. Por él el viejo experimentaba cierta conmiseración y trataba de ayudarlo. Una vez intentó enseñarle a respirar profundamente y contener el aire unos segundos para calmarse. Fue imposible. Esa pequeña quietud obligada sólo hizo que el pequeño se empapara de sudor y temblara como un pajarito enfermo. En eso sintió otro tirón, más fuerte que el anterior, y supo que el pez había dejado de buscar el fondo.  Debe estar agotado, dijo. Esta ocasión no sonrió porque, al igual que el pescador de la novela, muy en el fondo le dolía la muerte del espada. 
     Finalmente estaban los escogidos, los adorables que se sentaban uno a cada lado para escuchar las historias de mar que salían de su mente. Siempre, como si fuera una liturgia, debía empezar con la misma. Con la del increíble delfín que llevaba un niño hasta la playa luego de que un maremoto lo había arrastrado mar afuera. Cuando Mucho y Palo andaban en paz, lo que equivalía a estar atentos para contrariarlo, le decían a los pequeños que no fuesen a creer ese cuento, y se burlaban de que un delfín haya hecho semejante cosa, pero él sabía que era cierto, que el prodigio y la maravilla no eran facultades exclusivas del hombre y recordaba el lugar y el año de la noticia. Lichia, 1991. No les mostraba el recorte porque no era necesario, los pequeños creían sus palabras y aquello bastaba. Si algo había aprendido de la vida era precisamente eso, no otorgar valor a lo prescindible y superfluo. Si mostraba el recorte se hubiera convertido en un  bobalicón, nada más.
       Por eso se merecen estar en la foto   Dijo. Y miró a Rino Boy.

     Santiago entendía que el animal que le hacía daño en su interior era la cola malvada de un contendor más poderoso que lo esperaba en la superficie. Había tratado de alcanzar la profundidad  no obstante una fuerza superior que provenía de aquella cola lo había evitado. Y cuando el cielo se empezó a enladrillar y el Merlín había remolcado algunas millas el bote de diez toneladas, su resistencia se agotó. Dejó de tomar la iniciativa y lo vieron saltar tres, cuatro veces, con su sorda protesta de animal atrapado. Terminó flotando, dejándose arrastrar por el nylon.
     El tercer hombre del “Dos Rosarios” bajó la escalinata de la popa para acercarse con el arpón. El abuelo Leo soltó la seguridad de la silla y maniobró la caña para acomodar a Santiago en posición de tiro. El marinero, inmóvil, con el arpón en lo alto parecía una escultura de guerra. Observó la enorme cabeza del animal, su imponente espada  y el ojo brotado y vivo como si estuviera lleno de temor.
       No falles ni te conduelas   ordenó el viejo con firmeza, y vislumbró en ese segundo que podía elaborarse todo un tratado de momentos llenos de palabras necesarias y extrañamente dolorosas. Pero como siempre que definía su pesca trató de no dejarse llevar por el sentimiento.
     El puntiagudo acero, lanzado con la potencia del músculo joven abrió la carne que jadeaba en el mar. Al instante, el sorprendente chapoteo de espuma, agua, y sangre, sin embargo el arpón no quedó aprisionado en el cuerpo del pez.
     Fue el primer error. Que el metal no hubiese atravesado el corazón. Al menos en un pez tan grande.
     Santiago, como si recobrara el ímpetu, enviado secretamente desde la querida profundidad, su buena madre, levantó la cabeza y la giró con toda la violencia que aún podía brindar. El movimiento, esperado, pero imprevisto por su descomunal  talla  y  por  la  cantidad de agua que desplazaría, produciendo una ola de temibles proporciones, tomó desprevenidos a los de la embarcación, aunque de haberlo sabido tampoco hubieran hecho gran cosa. La caña se elevó por los aires.
     Se acumularon segundos desastrosos: mientras recuperaba el arpón atrayéndolo con la cuerda Rino Boy advirtió con angustia que el abuelo estaba en el agua. No se preguntó cómo ocurrió, si el viejo había caído o si se había lanzado para recuperar la caña, con lo loco que era. Sin titubeos fue tras él. Bien hubiera ofrendado su vida por aquel hombre que lo rescatara de una niñez miserable, cuando vivía en los tugurios sin padre ni madre y una prostituta condolida apenas lo cuidaba a él y a sus tres perros.
       Lo perdimos   gritó el viejo. 

     Pero estaba equivocado.
     Santiago había recordado el tema de las distancias bélicas y en una brava muestra de continuar en el combate giró su cuerpo y apuntó con su espada a los enemigos que danzaban en su medio. Los dos hombres apenas ponderaron el peligro pero lo vieron con los ojos bien abiertos. Rino Boy sólo alcanzó a prever, cuando el vertiginoso bulto rozó su cuerpo, que había tenido una suerte magnífica. Y el viejo no pensó nada porque la cruda descarga fue directa, en el centro de su pecho, y lo arrojó contra la base semioculta del “Dos Rosarios”.
     Lentamente Rino Boy  llegó hasta donde se hundía el abuelo, lo agarró de los hombros y lo subió con la ayuda del marinero al borde de la escalera metálica. Allí comprendieron por la herida abierta, de donde fluía la sangre abundantemente como de una pileta, y por los ojos que miraban inexpresivos hacia el cielo, que el impacto había sido tremendo y que el tiempo de agonía sería corto.
     Pero el abuelo Leo aún podía enlazar pensamientos, tenía noción del fin y de la forma que ocurría. No tuvo tiempo de sentir pena por nadie, ni siquiera por Pablo Stephan o María Paula, ni de rechazar una muerte que lo llenaba cada vez más de frío y temblores en sus piernas, eso era lo único que no le gustaba, por el resto, tenía clara conciencia de que era una de las mejores páginas para un hombre como él.  Morir así no debe ser tan malo, articuló apenas.  
     Y  no  volvió a pensar más.
     Ignorante de la desgracia, del llanto angustioso de los marineros, de la bandera a media asta con que el “Dos Rosarios” ingresaría al muelle, en un anochecer inolvidable, Santiago saboreaba el haber herido a su enemigo. Aún era el señor de los alrededores, el gran pez, pese a la ancha herida en su costado que dejaba un grueso sendero de sangre, lo que además  le  impedía  respirar y moverse con facilidad. Sabía que mientras nadara no moriría, y descendió hacia los amados oscuros espacios para tomar impulso, sospechaba que no habría otro, que luego viviría en los miles de peces que se deleitarían con su cuerpo y  luego en otros y en otros y así sucesivamente; su  vientre  rozó  la  arena del fondo y enfiló hacia la esfera gigante del cielo, la cual se había ensanchado enormemente y estaba tan pero tan cerca y anaranjada que sería sencillo saltar, atravesarla con su espada mágica e irse a morir con ella a lo profundo de su mundo.      
http://www.eluniverso.com/2013/03/05/1/1380/caceria-erratas-llego-fin-tiene-sus-ganadores.html








Como viajo mucho, uno de mis pasatiempos es, justamente tomar fotos. Fotos de cosas que me llaman la atención. En varios sentidos. Ejemplo: el letrero de "Zona poblada" junto a un cementario, el chivito lector, y los personajes de la "hera del ielo", en el cartel de un circo. No sabía que este último me haría ganar un premio... me dieron una cámara de nisecuántos pixeles, muy buena, lo que servirá, con seguridad, para seguir con esta labor. Cazador de "erratas". Muy bueno. pero también cazador de momentos.

domingo, 17 de marzo de 2013

Alzheimer




1.- ALZHEIMER

A  nadie

     Bien clarito me dijeron, me dijeron, eso, con vocablos en apariencia compasivos como las caricias que propician las monjas en el hospicio, pero amasados con púas, sombreando cada una de las sílabas, así, sin puntos y comas, con el índice del tremendo juez de la tremenda corte a dos centímetros de mis narices, Aníbal de Mar, ¿era ese el nombre  del  actor?, ¡qué fenómeno!,  que me quedara quieto un rato. Faltó poco para que asome el “carajo”, estuvo a un tris, que NI-ME-MO-VIE.RA, eso, y permaneciera en este banco del parque central, manos cruzadas sobre las rodillas, donde turistas sonrientes con el wuuuaao o el yeeeaaa en la boca, blancos, rubios y almidonados, se afanan sobre manera para fotografiarse con las iguanas centenarias, y digo centenarias porque tengo una sospecha: estas sabandijas se hacen las bobas, no mueren con facilidad, a no ser que las atropelle un vehículo, ojo no cualquier carricoche, debe ser un camión con plataforma, o les caiga por cuestiones de números y errores un rayo mal concebido, un cable de alta tensión, y las cocine al instante, algo por el estilo, de lo contrario sólo cambian su piel y nos hacen creer que hay nuevos miembros en su comunidad.
     No cabe duda, creo que no hacía falta tanta amonestación, no me moveré, seré viejo pero no un viejo pendejo. Acaso voy a estar revoloteado de un lado para otro. Lo que es la falta de respeto de los jóvenes de hoy, todo porque dizque me sacan a pasear como el perro de la casa  – a que agarre sol, ¡no ves lo palidito que está! – y no puedo subir las escaleras de ese edificio antiguo donde mi sobrina, la de ojos gatunos, tiene que realizar una gestión municipal. Lleva media hora, y yo acá contemplando pájaros y su caca blanquinosa pegoteada en el cemento.
     Me gusta eso de las aves, los petirrojos se esmeran cuidando a sus hembras, morirían por ellas… de adolescente  le di un puñetazo  al  presumido de Enzo Marangoni porque le gustaba cazarlas con su horqueta….

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     Una vez la María se asomó por la ventana de madera, era una ventana con balaustres, adornada con maceteros pequeños, donde asomaban botones rosados, magníficos…

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     Siempre fui buscado. Que tenía el don del consejo profundo, decían. Conforme Nicanor (¿ese es mi nombre?, debí haber hecho algo por arreglarlo), el amigo. El mecanismo de la orientación a los demás es arribar a conclusiones lógicas de acuerdo a experiencias vividas, nada fuera de lo común.
     Haré un decálogo del buen vivir, eso, un decálogo, se lo dejaré al mundo.
     La primera regla será: sé puntual sólo en las celebraciones religiosas, aeropuertos, entrevistas de trabajo y partidos de fútbol, por el resto no te afanes. Dos: en cuanto al disfrute de la comida envía a Carreño al retrete. Punto. Sin discusión. Come como te plazca, elabora sánduches con carne y arroz si te parece, mezcla puré de papas, guineo y atún, busca sabores que bailen en tu lengua.  Eso sí, mantente en la decencia, no por comer sin  ataduras  tendrás el derecho de eructar frente a la gente. Eso es agresión. No hay que confundir las reglas, darle otro significado. Le repito esto al hombre generoso de gabardina gris, agujereada en el hombro, que me lleva del brazo. Se alegra por mis ocurrencias. Dice que me conducirá a casa,  le sonrío, deteniendo  mi vista en las pelusas que bordean el orificio de su vestimenta, subimos al bus, yo con esfuerzo supremo, mis piernas no obedecen con claridad cuando la mente ordena moverse. Por  el tema de la tercera edad un tipo me cede su asiento. Mi acompañante no se desapega. Que conoce a mi familia cuenta, a la señora Dolores, la del delantal de flores amarillas, lo dice con tal certeza y fascinación que debo callar porque cuando busco rostros cercanos en mi mente sólo aparecen espacios vacíos, figuras en blanco, fotografías deshechas.
     Le digo al hombre de la gabardina que, en cierta forma, soy un ser solitario, un desagradecido con todos aquellos que encontraban en mí algo distinto. Incluso, odiaba  que los rostros en blanco me cantaran el cumpleaños, convertirme en el centro de la fascinación.  Así de tozudo. El hombre comenta que llegó el momento de bajar. Sin embargo el exterior que contemplo tras la ventanilla, con sus casitas de madera, enclenques, y ropa colgada en las ventanas no me dice nada. No abre ninguna inscripción en mi mente, la cual parece una tumba.

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     A mí me gustaba cortejar a la María desde la esquina de su casa, la esperaba durante horas, un par de silbidos reproducían un tango, ¿cuál era?

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     Deambular no es malo. Es como estar dentro de una película. Un espía con las manos en los bolsillos. Sólo que no sé adónde ir. Velero desocupado, sin rumbo. Hay que apreciar el lado positivo: uno nunca deja de aprender. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, alguien lo mencionó.
     O mejor: “El camino interesante es el que tienes por delante”, sentencia de Nicanor y en verso. Será la quinta regla del decálogo. Lo que duele cuando se camina en solitario es  la gente que lo mira a  uno como loco, eso, y las necesidades, cuando son verdaderas, el hambre y el frío por ejemplo, y la noche encima. Y restos de dolor en la frente, en la ceja izquierda, por fortuna la herida ha dejado de sangrar. ¿Con qué me habría golpeado?  ¿Con una reja?  Sobre  la  acera  veo un hombre que toca una armónica; un círculo de gente lo rodea y aplaude. La verdad es todo un artista. Durante unos minutos nos ha tenido encandilados, como esos gatos cuando se embrutecen con los faroles de los vehículos, la verdad que son unas bestias, el auto los quiere esquivar, se van hacia la izquierda, y ellos, amagan, porque hacen que buscan la derecha, pero también terminan en la izquierda, luego el sonido instantáneo de carne atropellada, ningún gemido, nada. Al final de la melodía, un compañero del músico camina frente a los espectadores, extiende un sombrero gastado. Cuando está muy cerca, agarro el ala del sombrero, sólo quiero decirle que me de un par de moneditas porque el hambre me mata, lo juro, le ayudaré de algún modo, tironeamos, recibo un empujón.

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     Enzo Marangoni y yo nos cuadramos como esos boxeadores de la guardia vieja, fintas, movimientos al costado, arriba abajo, un par de golpes tontos, él queriendo sorprenderme, hasta que me dio chance en su flanco izquierdo, pum, un yap que sonó a diablos, nalgas al suelo. Se incorporó, aturdido. Grave error, debió rendirse. Otra ganga, y un gancho a la quijada, que no mates más aves te digo, le dije, otra vez al piso de bruces, allí fue lo del porrazo por la espalda, a traición, por parte de sus amigos, mientras  yo, como caballero, esperaba que se levante.

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     Sí, era la luneta del Odeón, dos por uno, cine continuo, donde olía a moho, y la oscuridad cobijaba: Charles Bronson en “Cabo blanco”.

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     Nada  sempiterna, la  muerte es una nada, frío encima, vacío, ¿Quién  soy? ¿Por qué me miran y siguen de largo?

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     Esta sopita ha estado de madres, excelente, calientita, substanciosa, con papitas cocinadas que se deshacen en la lengua, fideos en su punto y una que otra menudencia; he percibido su tránsito hacia el estómago, ocupando todos esos espacios y ventosas y flores carnívoras que aguardaban algo de comida, así debe ser el reino de los cielos, lo imaginé siempre como una buena sopa en el momento indicado, es decir, cuando se está a un paso de la muerte. A mi lado, un pequeño, morenito y calvo, sonríe; debe tener trece años, me pregunta “cómo está viejo, lo encontramos perdido, sentado en la vereda, no sabe ni como se llama”, y yo muevo la cabeza de arriba abajo en señal de aceptación y alegría. “Le hemos puesto Carlos”, replica colocando su mano en las mías, arrugadas y huesudas, “así que tómese el caldo”. Me doy cuenta que estamos bajo una gran estructura, un puente, por el ruido de los coches, y que fuera de ese muchachito hay muchos otros, duermen en el suelo, desparramados sobre cartones y periódicos.

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     He de ser un mendigo. Es obvio. El techo de este túnel no deja de ser patético, hay ropas tendidas, unas pocas, restos de una consola que sirve para guardar otros restos inservibles, piedras en el suelo, ratas transeúntes y felinos rastreadores. Siento que soy nuevo aquí, pero no hay nada atrás tampoco, como para decir que vengo de allá o acullá.  Juraría que no he dormido siquiera dos días. En mi mente aparece el hombre de la gabardina agujereada, el del bus. Entonces juraría que yo también llevaba un saco, dinero en el bolsillo y un papelito que sé era importante, que debía mostrárselo a alguien. ¿Por qué un papel nos podría salvar de las dificultades?
     Las otras cosas que recuerdo son sueños de otras vidas, tal vez fueron mías o me las contaron, como cuando estuve en la  final de la Copa del Mundo. Los niños ríen mientras escuchan la anécdota, deben creer que estoy chiflado, sin embargo me veo ingresando al  tumulto, muy contento, empujando y siendo empujado, muchos llevaban sombreros, banderas, otros cantaban, y  yo solo queriendo ver el duelo entre Maradona, la atracción de la Copa, y los recios alemanes. ¿Ganó o perdió Maradona?

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     ¡Que a correr carajo!, me dice, aterrado, el niño de los trece años, el que me consiguió la tarrina con la sopa mágica, por suerte, un rostro conocido, Miguel se llama, me agarra de la mano y me lleva a través de la oscuridad, soportando mi lentitud con una paciencia admirable, hacia otros pasadizos, sólo conocidos por él, ¿será uno de esos ángeles misteriosos que aparecen en la vida de uno?; ingresamos a unos túneles donde de seguro no avanzarán los policías. Aquí el agua que corre es apestosa y llega hasta los tobillos. Atrás nuestro percibimos, centelleantes, las linternas, los gritos de los otros chicos y el de los agentes dispersándolos a punta de toletazos.

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     Invité a  la  María.  La evoco  con un vestido blanco, de lino, y esa flor en su cabeza, de las que colgaban del macetero de su ventana, divina como una reina, sus labios centelleaban fragmentos de luna debido al rímel. Y eso que tenía varios pretendientes.

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     Miguel, el morenito calvo, me aconseja, me dice que debo fingir sin que me de  pena, eso, hacer  teatro, que todo mundo tiene lástima de un viejo que pasa mala noche en la calle, a la intemperie, porque la mayoría tiene un familiar olvidado en algún lugar del mundo, un padre huraño, una abuela con el cerebro colapsado, un perro con garrapatas, (¿mi perro se llama Lacra?)  y  que si hago bien mi papel, elevando un poco el mentón y comprimiendo los labios para reproducir arrugas les daré un golpe en la conciencia, en el hueco que aseguran hay en el fondo del alma, y entonces para apaciguar aquel canto de ballenas adoloridas meterán la mano en el bolsillo y llenarán la canasta. Yo recuerdo a centellazos y le digo que no me llamo Carlos sino Nicanor, y elaboro reglas. Esta será la séptima: “sobrevivirás si sabes actuar”. Miguel muestra su dentadura incompleta y argumenta que no sólo tomaremos sopa, sino que comeremos carne. Carne de parrillas. Una al estilo argentino o uruguayo, propongo, y él me pregunta que de dónde aprendí eso, que por qué tienen que ser argentinas o uruguayas, entonces callo. Callo porque he perdido la cuerda inicial. Me dejan en la esquina de una iglesia. Dos pequeños, a izquierda y derecha me salvaguardan de cualquier dificultad, soy un mendigo de oro, el pan de sus santos días, me convierto en Shakespeare, dejad que las monedas vengan a mí.

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     Cuando enamoré a  la  mujer de mis sueños le pedí que nos fuéramos en el primer vagón que saliera a Punta Dominica, y que viéramos los lagos cuando se forman con el agua que baja de las montañas.

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La lotería jugó en 55.

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     ¡Que cante el viejo!, ¡que cante el viejo!, gritan los muchachos, a la luz de una pequeña fogata, pero yo les respondo que el viejo no canta sino que cuenta. Miguel es el primero que se carcajea, golpeando sus manos en las rodillas. Se ha dado cuenta que debe repetirme quién soy y qué hago: reglas para vivir. Tengo otras. Has muecas cuando te tomen una foto y el evento esté revestido de seriedad. Promueve un club de muequeros. Debes hacer reír. No basta que rías tú. Celebramos por dos razones. Por un lado recuperamos el puente, lo que significa: podemos dormir en paz. Y tenemos pizza para todos. Inolvidable. Entramos al local, harapientos y apestosos como perros de la calle. Los guardias y empleados se alertaron. “No damos caridad”, dijeron, “por favor váyanse”. Y les mostramos el tarro del dinero. “Vamos a comprar”, dije, por ser el Peter Pan del grupo, “si no nos dejan iremos donde las autoridades”. Y se quedaron con la impresión congelada. Me di el gusto de elaborar el gesto aconsejado por Miguel, ese donde se estira el mentón y se aprietan los labios, con la adición de ensanchar los párpados. Algunos pequeños jamás han comido una pizza completa en su vida.

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     Espero en la avenida, gesticulo, pasa una señora, y la moneda cae por arte de magia. Gol. Miguel y otro de los niños, en la acera del frente, vigilan. Levantan el pulgar. No es del todo malo ser mendigo. Tengo tiempo para culminar las reglas de Nicanor. La décima: báñate (¡cuánto lo deseo!), pero no desperdicies agua, el mundo se está acabando. No seas infame. En eso un chirrido de llantas suena en la esquina; los niños, incluyendo a Miguel, salen despavoridos, como palomas con disparo. Me abandonan. ¿Qué pasa?  Volteo el rostro, y es un carro de  la  policía. De él se baja una muchacha de ojos gatunos, tendrá dieciséis años, corre hacia mí, con desespero, lleva un suéter desabotonado, muy ancho, que baila sobre su cuerpo. Siempre he pensado que la mayoría de las mujeres corren de manera cómica. Atrás de ella, también llorando, está… está la María. Su rostro casi no ha cambiado, pese al cabello cano, sigue como estuvo en mi mente, divina. Entonces sé que esa es mi vida, que el abrazo eterno que nos dimos esa mañana en el tren, contemplando las montañas y los lagos, fue cierto. Quiero pronunciar un par de palabras, pero de mi garganta, debido a la estúpida emoción senil que me puede matar como a las iguanas que le caen los rayos desorientados, no salen palabras sino una especie de lamento tembloroso de mulo. 

 (Cuento N0 1 del libro Errantes y Embusteros)