sábado, 20 de abril de 2013

El peleador (Cuento)









18.- EL  PELEADOR

A  José  Chiriboga.

     Sus alas extendidas y firmes, a ratos ágiles, manejaban casi sin dificultad las repentinas ráfagas que podrían desviar su rumbo. Bajó desde la altísima cruz de hierro de la iglesia hasta la copa de un árbol, en el parque, pero no pudo regocijarse con el fresco que allí había. Algo le pasó zumbando muy cerca de su cabeza, lo supo por el silbido y el chasquido de las hojas; ante la amenaza  levantó el vuelo de inmediato.
     El predicador apagó su altavoz, descendió presuroso de la glorieta y con un gesto de censura arrancó de las manos del pequeño la rudimentaria horqueta, éste retrocedió hasta pararse junto a las nalgas de su madre, quien seguía bajo el árbol de grosellas, secándose el sudor y venteándose con un pañuelo mugroso, a la caza de algún tipo con ganas porque la tarde había estado malísima.
     El predicador guardó el arma del tirano en el bolsillo, encendió el megáfono, y señalando con su índice furioso al cine que estaba frente al parque y que estrenaba Insaciable Sara  con llamativos carteles de prendas íntimas y carnes rosaditas inició otra avalancha:
     No hay salvación para los que suplantan el reino por placeres efímeros.
     Sus palabras de pronto parecieron revestirse de un poder inusitado. Los borrachos y ladrones que merodeaban la pileta de azulejos detuvieron abruptamente el parloteo. Algo similar ocurrió con el lustrabotas. El vendedor de frituras dejó de vocear sus exquisitas variedades de cuero y carne. Tanto se notó el silencio que el pastor pensó que por fin Dios había intervenido para que lo escucharan y se conmovieran aquellos corazones de roca. Temiendo que ya casi dentro del redil el mínimo desacierto espantara sus ovejas dijo con la mayor dulzura que era capaz:
     El alma debe ser como el agua, tenaz, buscadora de salidas, invencible, pura.
     Esperó respuestas, un ¡aleluya hermano!, sin embargo el silencio se mantenía, inconmovible. Entonces miró hacia el sitio donde se dirigían las miradas y comprobó con inmensa decepción que su mensaje no había causado admiración alguna y que el responsable del prodigio era el hombre de ligera figura que se acercaba por el lado de la iglesia. 
     Desde el mediodía todos deseaban verlo. Porque a eso de las diez un moreno con torso de rinoceronte indagó por el pintor, mas no para contratarlo, como hacían las personas que lo veían con su maleta de brochas, calcio y espátulas, además del letrerito, sino para sacarle la entremadre. Y se había sentado a esperarlo tranquilamente, junto a la pileta, con una rama en la boca.
     El pintor, pese a rebasar los cuarenta y no ser fornido como el retador, mantenía su cuerpo en tal estado que no había en él vestigio alguno de grasa. Además, sus antebrazos parecían haber sido moldeados por un escultor rústico, lo que sugería que su golpe aún podría conservar la suficiente carga para noquear un caballo, si lo pescaba desprevenido. Se detuvo en la pileta y contempló al individuo que le sonreía con sarcasmo. No hubo cruce de palabras, pero el recién llegado, como si distinguiera todas las variaciones de la provocación, abandonó en el suelo su pequeño maletín y se apartó hacia la izquierda.
     Soy el hijo de Santiago Escobar dijo el moreno, con una mueca de disgusto y meneando la cabeza como si afirmara algo. 
     Desprendiendo la camisa de su cuerpo replicó una vez más:
     Vamos a ver si eres tan varón o tan vacan como dicen.
     Al desafiado no le amedrentaba el taurino pecho ni los hombros de aquel desconocido. En su juventud se había hartado de innumerables contiendas con verdaderos monstruos cuando finteaba por puro gusto con los profesionales del cuadrilátero. Además no tenía idea de quién era “Santiago Escobar”, realmente el nombre no le decía mucho, pero sospechaba que podría ser del tiempo de los muelles o de cuando trabajó como portero en una barra y tenía que sacar los revoltosos a la calle. Seguramente aquella apresurada búsqueda en su memoria le restó concentración porque el primer derechazo le entró fácil y directo en la quijada. La ramera llevó las manos a su boca y el pequeño de la horqueta esbozó una magnífica sonrisa porque jamás había presenciado un golpe que sonara tanto. El hombre debió alargar su brazo para no caerse. Tampoco contó con la adecuada reacción porque el vengador de quién sabe qué afrenta cargó nuevamente con una patada de asno en el centro de su estómago.
     Un borrachito, botella  vacía  en lo alto, gritó que ya era suficiente pero nadie, en el círculo de mirones, reunió el valor o la apreciada sensatez de separar al moreno que ya aprisionaba con un torniquete el cuello de su enemigo. Este, como si vislumbrara una cuerda salvadora dentro de un pozo se acordó de su Maestro, el de sus años mozos, el único, quien desde la revista coleccionable aconsejaba a los fanáticos endurecer las manos enterrándolas en arena caliente. ¿Qué haría el dragón en una situación como esta?  No encontró mejor camino que apostar a la esperanza, es decir, aflojar el cuerpo, no resistir, otorgarle al cruel verdugo toda la confianza para que atenuara la presión de sus tenazas y se dispusiera a rematarlo. Y ocurrió; cansado de estrujarlo como muñeco de feria el moreno dio un paso atrás con la derecha en alto para sentenciar la riña, liquidarlo. Fue suficiente, porque el pintor, renovado por el aire que irrumpió en su garganta, disparó su palma de piedra hacia las cercanas costillas del rinoceronte. Se escuchó un track de madera rota, en el acto, el desafiante lanzó un gemido terrible, blanqueó sus ojos y se dobló hasta el suelo como racimo sesgado por machete.
     No le propinó el porrazo de gracia como había hecho con aquel estibador de antaño que ahora recordaba como su pelea más dura. Fue una madrugada lluviosa, en un terreno baldío, los dos solos, sin opción al ruego, mientras exhalaban sangre de sus fosas nasales, del rostro, de sus puños. El nombre de aquel tipo rudo se escondía como entre nubes pero estaba seguro que tampoco era “Santiago Escobar”.
     Se agachó sobre aquel cuerpo que se retorcía frenéticamente tratando de captar algo de oxígeno para que la vida no se le escapara y extrajo de su mano el único anillo que parecía de oro.
     Es el precio por venir a buscarme dijo, y sin esperar más, le hizo a manera de burla un par de cosquilleos en su quijada, recogió su caja y se marchó con lentitud.
     Hubiese sido estupendo que aparecieran los músicos de alquiler, quienes llegaban en la noche, con sus guitarras y organillos, y que entonaran algún estribillo para perpetuar la ocasión, por lo menos que alguien de carnosos labios silbara como en la cinta de cowboy  Por unos dólares más,  mientras la figura del héroe desaparecía en el horizonte.
     De ambos hablarían por mucho tiempo. Prostitutas, salteadores y lustrabotas. Cada uno con detalles propios, inéditos y valederos, pero respetando la fiel secuencia: la osadía del visitante, los engominados cabellos del ligero hombre que se desparramaron cómicamente con los trancazos, la llave de la asfixia y el insólito golpe que sorprendió a todos.
     Hasta el predicador incorporaría en su repertorio la proeza:
     Bendita tu diestra pintor que ha mostrado a mis ojos una pizca de la inconmensurable fuerza del Señor.
     Y como diría el borrachito de la pileta que, con la contienda, hasta la iglesia se había animado a desafiar aquel cine donde se adoraba la depravación. Y estaba dispuesta a clavarle  su cruz de acero o aplastarlo con el peso de sus cimientos. Tampoco el cine, pequeño y chacharero, le temía, pues cada madrugada, la invitaba para trompearse en el centro del parque. Pero eran historias de alcohol, poco dignas de ser creídas, a  no ser que ambos contrincantes despertaran cualquier mañana con sus respectivas heridas.

(Cuento N0 18 del libro "Errantes y embusteros")

No hay comentarios:

Publicar un comentario