18.- EL PELEADOR
A José Chiriboga.
Sus alas extendidas y firmes, a ratos ágiles, manejaban casi sin
dificultad las repentinas ráfagas que podrían desviar su rumbo. Bajó desde la
altísima cruz de hierro de la iglesia hasta la copa de un árbol, en el parque,
pero no pudo regocijarse con el fresco que allí había. Algo le pasó zumbando
muy cerca de su cabeza, lo supo por el silbido y el chasquido de las hojas;
ante la amenaza levantó el vuelo de
inmediato.
El predicador apagó su altavoz, descendió presuroso de la glorieta y con
un gesto de censura arrancó de las manos del pequeño la rudimentaria horqueta,
éste retrocedió hasta pararse junto a las nalgas de su madre, quien seguía bajo
el árbol de grosellas, secándose el sudor y venteándose con un pañuelo mugroso,
a la caza de algún tipo con ganas porque la tarde había estado malísima.
El predicador guardó el arma del
tirano en el bolsillo, encendió el megáfono, y señalando con su índice furioso
al cine que estaba frente al parque y que estrenaba Insaciable Sara con
llamativos carteles de prendas íntimas y carnes rosaditas inició otra
avalancha:
– No hay salvación para los
que suplantan el reino por placeres efímeros.
Sus palabras de pronto parecieron revestirse de un poder inusitado. Los
borrachos y ladrones que merodeaban la pileta de azulejos detuvieron
abruptamente el parloteo. Algo similar ocurrió con el lustrabotas. El vendedor
de frituras dejó de vocear sus exquisitas variedades de cuero y carne. Tanto se
notó el silencio que el pastor pensó que por fin Dios había intervenido para
que lo escucharan y se conmovieran aquellos corazones de roca. Temiendo que ya
casi dentro del redil el mínimo desacierto espantara sus ovejas dijo con la
mayor dulzura que era capaz:
– El alma debe ser como el
agua, tenaz, buscadora de salidas, invencible, pura.
Esperó respuestas, un ¡aleluya hermano!, sin embargo el silencio se
mantenía, inconmovible. Entonces miró hacia el sitio donde se dirigían las
miradas y comprobó con inmensa decepción que su mensaje no había causado
admiración alguna y que el responsable del prodigio era el hombre de ligera
figura que se acercaba por el lado de la iglesia.
Desde el mediodía todos deseaban verlo. Porque a eso de las diez un
moreno con torso de rinoceronte indagó por el pintor, mas no para contratarlo,
como hacían las personas que lo veían con su maleta de brochas, calcio y
espátulas, además del letrerito, sino para sacarle la entremadre. Y se había
sentado a esperarlo tranquilamente, junto a la pileta, con una rama en la boca.
El pintor, pese a rebasar los cuarenta y no ser fornido como el retador,
mantenía su cuerpo en tal estado que no había en él vestigio alguno de grasa.
Además, sus antebrazos parecían haber sido moldeados por un escultor rústico,
lo que sugería que su golpe aún podría conservar la suficiente carga para
noquear un caballo, si lo pescaba desprevenido. Se detuvo en la pileta y
contempló al individuo que le sonreía con sarcasmo. No hubo cruce de palabras,
pero el recién llegado, como si distinguiera todas las variaciones de la
provocación, abandonó en el suelo su pequeño maletín y se apartó hacia la
izquierda.
– Soy el hijo de Santiago
Escobar – dijo el moreno, con una
mueca de disgusto y meneando la cabeza como si afirmara algo.
Desprendiendo la camisa de su cuerpo replicó una vez más:
– Vamos a ver si eres tan
varón o tan vacan como dicen.
Al desafiado no le amedrentaba el taurino pecho ni los hombros de aquel
desconocido. En su juventud se había hartado de innumerables contiendas con
verdaderos monstruos cuando finteaba por puro gusto con los profesionales del
cuadrilátero. Además no tenía idea de quién era “Santiago Escobar”, realmente
el nombre no le decía mucho, pero sospechaba que podría ser del tiempo de los
muelles o de cuando trabajó como portero en una barra y tenía que sacar los revoltosos
a la calle. Seguramente aquella apresurada búsqueda en su memoria le restó
concentración porque el primer derechazo le entró fácil y directo en la
quijada. La ramera llevó las manos a su boca y el pequeño de la horqueta esbozó
una magnífica sonrisa porque jamás había presenciado un golpe que sonara tanto.
El hombre debió alargar su brazo para no caerse. Tampoco contó con la adecuada
reacción porque el vengador de quién sabe qué afrenta cargó nuevamente con una
patada de asno en el centro de su estómago.
Un borrachito, botella vacía en lo alto, gritó que ya era suficiente pero
nadie, en el círculo de mirones, reunió el valor o la apreciada sensatez de
separar al moreno que ya aprisionaba con un torniquete el cuello de su enemigo.
Este, como si vislumbrara una cuerda salvadora dentro de un pozo se acordó de
su Maestro, el de sus años mozos, el
único, quien desde la revista coleccionable aconsejaba a los fanáticos
endurecer las manos enterrándolas en arena caliente. ¿Qué haría el dragón en
una situación como esta? No encontró
mejor camino que apostar a la esperanza, es decir, aflojar el cuerpo, no
resistir, otorgarle al cruel verdugo toda la confianza para que atenuara la
presión de sus tenazas y se dispusiera a rematarlo. Y ocurrió; cansado de estrujarlo
como muñeco de feria el moreno dio un paso atrás con la derecha en alto para
sentenciar la riña, liquidarlo. Fue suficiente, porque el pintor, renovado por
el aire que irrumpió en su garganta, disparó su palma de piedra hacia las
cercanas costillas del rinoceronte. Se escuchó un track de madera rota, en el
acto, el desafiante lanzó un gemido terrible, blanqueó sus ojos y se dobló
hasta el suelo como racimo sesgado por machete.
No le propinó el porrazo de gracia como había hecho con aquel estibador
de antaño que ahora recordaba como su pelea más dura. Fue una madrugada
lluviosa, en un terreno baldío, los dos solos, sin opción al ruego, mientras
exhalaban sangre de sus fosas nasales, del rostro, de sus puños. El nombre de
aquel tipo rudo se escondía como entre nubes pero estaba seguro que tampoco era
“Santiago Escobar”.
Se agachó sobre aquel cuerpo que se retorcía frenéticamente tratando de
captar algo de oxígeno para que la vida no se le escapara y extrajo de su mano
el único anillo que parecía de oro.
– Es el precio por venir a
buscarme – dijo, y sin esperar más,
le hizo a manera de burla un par de cosquilleos en su quijada, recogió su caja
y se marchó con lentitud.
Hubiese sido estupendo que aparecieran los músicos de alquiler, quienes
llegaban en la noche, con sus guitarras y organillos, y que entonaran algún
estribillo para perpetuar la ocasión, por lo menos que alguien de carnosos
labios silbara como en la cinta de cowboy
Por unos dólares más, mientras la figura del héroe desaparecía en el
horizonte.
De ambos hablarían por mucho tiempo. Prostitutas, salteadores y
lustrabotas. Cada uno con detalles propios, inéditos y valederos, pero
respetando la fiel secuencia: la osadía del visitante, los engominados cabellos
del ligero hombre que se desparramaron cómicamente con los trancazos, la llave
de la asfixia y el insólito golpe que sorprendió a todos.
Hasta el predicador incorporaría en su repertorio la proeza:
– Bendita tu diestra pintor
que ha mostrado a mis ojos una pizca de la inconmensurable fuerza del Señor.
Y como diría el borrachito de la pileta que, con la contienda, hasta la
iglesia se había animado a desafiar aquel cine donde se adoraba la depravación.
Y estaba dispuesta a clavarle su cruz de
acero o aplastarlo con el peso de sus cimientos. Tampoco el cine, pequeño y
chacharero, le temía, pues cada madrugada, la invitaba para trompearse en el
centro del parque. Pero eran historias de alcohol, poco dignas de ser creídas,
a no ser que ambos contrincantes
despertaran cualquier mañana con sus respectivas heridas.
(Cuento N0 18 del libro "Errantes y embusteros")
No hay comentarios:
Publicar un comentario