5.- VOZ INTERIOR
El gran iceberg cantó toda la noche, así como
cantan, embebidos de una extraña mezcla de tristeza y dignidad, los elefantes
cuando abandonan la manada, generalmente bajo la luna, para emprender el
solitario viaje que los llevará a la muerte. No es una exageración o figura
literaria ésta de la luna y los elefantes de la sabana africana. Es algo real,
emocionante. Unos sostienen que se vuelven líricos, otros, pragmáticos, que el
asunto pasa más bien por la atracción gravitatoria que tiene el satélite sobre
los caudales de agua, que es a fin de cuentas, lo que buscan los viejos
paquidermos para aliviar su sed infinita.
Así también ocurría con el iceberg: era
imposible detenerlo, pedirle que se callara, del mismo modo que era imposible
interrumpir su fase terminal, las presiones de las capas de hielo que se
resquebrajaban en el interior y el agua circulando con ferocidad diminuta entre
sus recovecos, abriendo nuevos canales, horadando los ya establecidos, los que
fueron agrietándose décadas atrás, cuando su cuerpo arribara al brazo del
glaciar.
Aquel canto, que llenaba todo el aire de
la noche antártica, empezó con un sonido vibrante, largo, como el de un enjambre
de abejas, luego se redujo y un ritmo pausado dominó la sinfonía hasta que de
sus burbujas congeladas se liberó algo semejante al lamento de una mujer, un
suspiro que se elevó hasta el mismo cielo. Era un anuncio de lo que
sobrevendría, el final. Porque, al amanecer, la imponente masa de más de dos mil quinientos kilómetros
cuadrados, digamos casi del tamaño de Luxemburgo –lo dijeron las
agencias internacionales–, por antojarnos un comparativo geográfico, o similar
a la cuenca de Aitken, el misterioso
cráter que engulle luz en el polo sur de la luna, si nos inclinamos por
denominaciones cósmicas, se desprendió de manera estrepitosa. Hubo un rugido de
dolor que no fue captado por nadie, ya que el barco de investigación de los
alemanes con sus sofisticados aparatos que daban cuenta del avance del
calentamiento global había partido días atrás y se encontraba algunas millas hacia el norte recolectando
semillas y restos de vegetación en otros icebergs agonizantes, los que, según
algunos soñadores, provienen del centro de la tierra.
Cayó este gigante de ochocientos sesenta
mil millones de toneladas al mar (la equivalencia de la quinta parte del total
de agua que se usa y mal usa en el mundo, por año), creando olas de diez y doce
metros, las mismas que hubieran devastado algún puerto pesquero cercano. Los
satélites lo captaron estable, merodeando el mismo espacio durante tres
semanas, girando y acomodándose, a medida que se derretía casi imperceptiblemente,
con la paciencia de un perezoso,
hacia su nuevo centro de gravedad. Los científicos le pusieron un nombre que
denotó su desapego a lo sugestivo, su frialdad inconmovible, entiéndase tremenda
falta de creatividad: el B-9B. Pudieron llamarlo Sirius o Lugano, por
citar ejemplos. Hubiese sido más interesante leer en la prensa “Sirius es un
fenómeno que se repite cada cincuenta años” que
“El B-9B causa perplejidad en el mundo”. Después, contrario a lo
esperado, ya que lo usual hubiera sido que se dirigiese rumbo a Australia, para
extinguirse en el camino al igual que los de su especie, empezó a moverse hacia
el este, llevado por fluidos imperceptibles o impulsos inexplicables, lo que
implicaba que habría grandes posibilidades de ser atrapado por la corriente del
Humbolt. ¿Tenía entonces el B-9B decisión propia? Algo inédito, pues,
dependiendo de la velocidad y aguante, podría ser visto en las costas de Chile,
Perú y Ecuador. Su avance, según monitoreo satelital era de unos trescientos a
quinientos metros por día, lo que se incrementaría a medida que el mastodonte de
hielo se redujera de tamaño.
Sin embargo, nadie vio de cerca sus
colores, sus franjas maravillosas, plomizas y azules, que hablaban de
erupciones pasadas, láminas de cenizas que se habían depositado en su
superficie cientos de años atrás. Nadie pudo fotografiarlas, lo que hubiera
sido correcto para mostrar al mundo la belleza y los caprichos de la naturaleza
cuando se decide matizar un lienzo. Nadie vio tampoco, dentro de aquel cuerpo
helado, a la mujer de esplendorosos ojos, un entremezclado de verde y celeste,
boca ligeramente abierta, con expresión de asombro y no de enfado, cabellos
cortísimos y oscuros, y brazos extendidos.
Llevaba muerta un buen tiempo, tal vez
años.
Si un investigador acucioso, líder de uno
de los equipos élites del FBI, un hombre de cejas espejas y mirada vertical,
quizás llamado John Walcom, hubiera tenido la suerte o la oportunidad de
encontrase allí, con sus botas de escalador, para sujetarse bien con los pupos
de acero sobre la superficie del iceberg, se habría detenido a mirar desde un
comienzo el traje compacto color naranja de la mujer, añádase guantes de lana
de oveja. Jamás hubiera sabido, que, debajo de dicho traje había una piel que
le gustaba ser cubierta por pétalos y flores, desde niña, era el juego que
jugaba, ser la reina de los colores, hundirse en los charcos para apreciar,
boca arriba y aguantando la respiración a más no poder, el salto de los
renacuajos desde una hoja a otra. Es un traje de supervivencia, hubiera
afirmado Walcom con ese tono de voz que le da la costumbre del acierto, por el
espesor y color, basta con verlo para darse cuenta, lo primero para mantener,
en lo posible, la temperatura corporal, lo segundo, para distinguirse con
rapidez sobre el blanco panorama y ser vista desde el aire o el mar, cuando la
buscaran los rescatistas, lo que sugiere que el cadáver fue tripulante de un navío
en problemas, un navío que recorría las aguas antárticas, se me antoja que su
perfil ronda la investigación o la ciencia.
Inmediatamente, y debido a su lógica,
pasaría a revisar el traje, encontraría justo lo que pensaba, las letras que,
en la espalda, identificaban el nombre de la embarcación, las distintas
tonalidades del hielo permitían distinguirlo: Green Marí. Sorteado el primer obstáculo, el de ubicar a la
desconocida y solitaria víctima con un detalle referencial que esta vez resultó
sencillo (qué tal si en la escala de sucesos no hubiera saltado esa referencia,
¿digamos que el chaleco hubiese estado roto?, ¿o las letras ilegibles? ...claro
se hubiesen tomado otros caminos –a fin de cuentas era su trabajo–, como por
ejemplo peinar el nombre de todas las mujeres desaparecidas en aguas antárticas
durante la última década, de seguro no habría muchas reclamantes de aquel
cuerpo), el experto procedería a llamar a una integrante de su equipo,
Benavidez, situada en la base de operaciones de aquel edificio de ladrillo y
cristal en Quantico, Virginia, la procesadora electrónica, según le apodan,
aunque es bien mujer, tierna, gusta de aretes gigantescos, paletas de helado,
llamativa, Benavidez, no repitan en voz alta su apellido, no sea que se pondere
la real prestación que han brindado los latinos en el país de los cincuenta
estados y un distrito federal. Le solicita detalles precisos de la embarcación
mencionada.
Cinco minutos después, la mujer devuelve
la llamada. Resume lo encontrado en Marcxus,
el computador que almacena toda la información imaginable: nombres, alias,
domicilios, ocupaciones, viajes, deseos, árbol genealógico, notas escolares,
primeros besos, complejos, pecados veniales, mortales y de omisión,
fotografías, mensajerías de entrada y salida, historiales, amores, cuernos,
etc. Green Mari: navío miembro del
grupo Sea Shepherds, quienes se
autodenominan piratas ecológicos. Llevan años haciéndole la vida imposible a
los balleneros japoneses, esos conchas de su madre que no aprenden, cruzándoseles
con sus embarcaciones o lanzándoles botellas de ácido butírico que, aunque
suene peligroso y corrosivo no es otra cosa que grasa saturada, cuatro carbones
en línea, bombas putrefactas, con aliento de vómito, además de globos de
pintura para deslucir la palabra “research”, escrita en la estructura del
puente de los balleneros, ya que ellos arguyen que su actividad básica es
estudiar el ciclo vital de las ballenas.
Al grano, repite el investigador en jefe,
quien, por querer acercarse a la verdad lo más pronto, habla frases cortas,
directas. ¿Tiene datos de lo que ocurrió con el navío? Lo otro puede ser analizado después. El Green Mari, responde la mujer con cierto
tono de enojo al verse reprimida en sus comentarios, en un principio barco de pasajeros,
fue remodelado y puesto nuevamente en el océano para las labores de estos
activistas. Registra naufragio el 13 de agosto del 2008. En el informe de su
capitán, Matt Pierce, neo zelandés, se explica que dos días antes, por
perseguir y tratar de dar alcance al Yassi
Maru, ballenero de bandera japonesa, la embarcación quedó atrapada en una
especie de lago, rodeada por montañas de hielo. Naufragó debido a las
escoriaciones continuas y al apretujamiento de los icebergs contra su casco.
Fue, literalmente, aplastado. ¿Servía la radio? ¿Pidieron ayuda? Sí, pero debido al clima inhóspito, que
impedía el vuelo de los helicópteros por el asunto de la escarcha sobre las
hélices, el rescate tardó dos días. ¿La joven formó parte de esa
tripulación? Afirmativo. Tenemos su
registro firmado, en el cual asumía toda la responsabilidad en caso le
ocurriera algo. Era su primera campaña. Iba a pasar dos meses en altar mar. Se
llamaba Ruddy Rodríguez, venezolana, del estado de Anzoátegui, veintitrés años,
estudiaba ingeniería ambiental. ¿Se trata de la reina de belleza? ¿la
cejona? No, es un homónimo, pero seguro
que le pusieron el nombre debido a ella, ambas provienen del mismo estado. Algo
propio de los latinos jefe, la admiración. Cuando nuestra muerta era una bebé la
otra ya era modelo y actriz de cine. ¿Algún informe de su muerte? Nada concreto. Sólo hay referencias donde se
remite su desaparición. A la chica la dieron por perdida dos semanas después
del naufragio. Dejaron de buscarla. El investigador frunce el ceño. ¿Cuántos
tripulantes tenía el Green Marí?
Trece, la cifra siniestra. Ubícalos. Quisiera la nómina, que los entrevisten,
sé que esto no tiene cara de asesinato pero no hay otra manera de sacar
conclusiones valiosas, no es posible que la declaren desaparecida así por así y
nos vayamos a casa a jugar póker o hacer el amor. Tenemos a tres miembros de
aquella tripulación en tierra, responde
Benavidez. El primero es Carl Vagen, le apodaban el “holandés volador”. También
está su capitán, Matt Pierce, retirado de actividades hace un año. Y una bomba,
Valentín Floreano, ex novio de nuestra amiga. Abandonó las actividades con la
desaparición de su novia. Buen comienzo, dice el investigador, no perdamos
tiempo. ¿Quiénes del equipo están libres? Me gustaría Jordan que es psicólogo,
y por su amable apariencia de profesor universitario, o Justin que es atrevida.
Si es necesario pidan autorización a los países donde los ubiquen. Esperaré
aquí, el hielo aún está fuerte, resistirá el peso, dice golpeando la superficie
con los pupos metálicos de la suela de su zapato derecho. Salta algo de
escarcha. Acompañaré a esta mujer el tiempo que pueda, lástima que no la
podamos remolcar a algún puerto. Tendrá hasta el fin de la tarde, aconseja
Benavidez, luego se escucha un silencio, un susurro, una respiración, de esas
que reflejan inquietud, otro silencio, lo que deja entrever que la tipa no
tiene intención de cortar la señal, duda si hablar o no, hasta que por fin,
suelta las palabras: disculpe que me entrometa con sus pensamientos, jefe, pero
no vaya a estar confundiendo esto con lo que le sucedió a su hija. Gracias
Benavidez, no se preocupe, responde Walcom, es mi labor.
En el fondo sabe que es cierto. Lo que se
dice el dedo en la llaga, la aguja en el pajar. Por el dolor y por dar en el
blanco. Recuerda el evento casi todas las noches, diríase sin esfuerzo, cuando
las pesadillas se aprovechan de la calma. Todo se repite puntual como en esos
círculos donde las salidas están agotadas. Caminaba afuera de las oficinas, vio
el cielo azul, algunas aves, una mujer de minifalda sonriéndole desde la acera
del frente, la sensación de rutina y paz
hasta que sonó el timbre del celular, la voz desesperada, impersonal. Eran las
ocho horas y cuarenta y ocho: algo, una avioneta se ha estrellado contra una de
las torres gemelas del Worl Trade Center. ¿Un loco más en el país que los pare como
cucarachas? Minutos después la noticia se amplía: no es una avioneta, se trata
de Boeing 767 de American Airlines con 81 pasajeros y 11 tripulantes. Intenta
comunicarse con su hija, quien labora en la otra torre, la sur. Los celulares
han colapsado. Se apura. Busca sendas colaterales. Se lo enseñaron en un curso.
Mostraron, tan didácticos estos del FBI, un pie diabético: si pierde irrigación
por el bloqueo de micro arterias principales, habrá que activar las
secundarias. No hay otra. Solicita a la central aliados que estén cerca. Otro
minuto de eternidad. Envejece. No sabe cuánto. Lo comunican con una radio
patrulla. Responde el sargento Martínez. Calvo, de bigotes espesos, medio
llenito. Lo ha visto todo. Sí, el humo negro se debe al combustible de la
aeronave. Se encuentra a dos manzanas de distancia. Hay que sospechar de
terroristas. Luego resume el panorama, no las suposiciones: los escuadrones de
bomberos están llegando, los policías cercan el perímetro, organizan el
desahogo. Caos general. Se estudia la posibilidad de rescatar a los de los
pisos superiores con helicópteros. Mi hija está en la torre sur, dice el
agente, soltando casi todas las amarras de su voz, piso 75, oficina 28A.
Martínez entiende por qué lo han localizado. También la petición. Hay cosas que
no se dicen y se ocultan en las palabras que se dicen. Le recuerda una frase
famosa de la Biblia: “no tienen vino”. No se preocupe, cópieme su número, hasta
eso subiré.
El investigador en jefe sospecha que la
torre sur será parte de la cadena de horror, no hay que descartar el Empire
State, debe ser cuestión de tiempo, se lo revela su instinto. Por las pantallas
pasan en vivo la escena humeante de la torre norte. Martínez ya se encuentra
dentro de los ascensores, mantendrá abierta la línea de comunicación. ¿Cómo es
eso de la respiración rítmica? No pasan cinco minutos cuando la torre sur es
embestida entre los pisos 77 a 80 por otro avión Boeing 767 de United Airlines.
Adentro: movimiento telúrico acompañado de estruendo. Eran las nueve horas seis
minutos. Tal vez ese momento odió ser detective, pensó Walcom, saber que estaba
en lo cierto, semejante a cuando anticipa los movimientos de los asesinos en
serie, su especialidad. Horror. ¿Martínez, estás allí? Click. Pausa. ¿Martínez?
Click. Pausa. Afirmativo. Algo estremeció el edificio, una bomba. No es una
bomba Martínez. Es otro avión. ¿Otro? ¡Que el Señor nos guarde! Sí, estamos
siendo atacados. Recibido, entiendo... el ascensor se ha detenido pero logramos
salir. Estoy en el piso cuarenta y cinco. Seguiré por las escaleras. Hay mucha
confusión, todos descienden. Su hija debe haber salido...
Todavía, en sus pesadillas el agente del
FBI evoca esas palabras, le dan vuelta dentro de su cabeza como una apuesta
invalidada “su hija debe haber salido”, imagina el caos, no hay peor cosa que
el pánico general, lo ha visto en lugares públicos, los atentados en estadios y
sitios cerrados que propiciara “El devastador”, por suerte capturado. No hay
piedad para el que cae. Dibuja a Martínez buscando un espacio entre el tumulto,
abriendo los codos, siempre junto a la pared. Parecen antílopes perseguidos. De
vez en cuando repite el nombre de la chica. Mary Walcom. A medida que sube el
humo se apodera de los espacios. Espacios externos e internos. El agente
también divaga con el encuentro entre ambos. ¿Cómo se produjo? ¡Claro¡ a
Martínez le entró la llamada. Unos escombros impedían el paso. Click. Señor, encontré a su hija. Hay malas
noticias: parte del tumbado se ha venido abajo, ha colapsado, cerrando el
escape hacia las escaleras. Su hija está viva, pero atrapada, junto a un grupo
de personas. Trataré de ayudar. ¿Martínez? ¿Martínez? ¿Me escucha? Click. Afirmativo.
Una pausa. Silencio largo. Silencio. Sargento, no tiene por qué quedarse, ya
hizo su trabajo, la localizó. Mi hija sabe moverse en emergencias. Aconseje que
abran todos los ductos de agua y que tengan fe, que no hagan locuras (eso lo
decía porque ya la pantalla mostraba gente lanzándose al vacío). Los bomberos
están en el edificio, confirmado. No se preocupe agente Walcom, me quedaré con
ella. No puedo pasarle la radio pero a través de un boquete le sujeto los dedos
de la mano, sabe que estoy hablando con usted. Qué carajo cómo dejarla. Usted
haría lo mismo en mi lugar. ¿Me copia? Mary Lou única, válida, siempre igual,
desde que fue pequeña. El agente sintió un amague de tranquilidad que duró muy
poco. De inmediato, la pantalla mostró que la torre sur, la impactada en
segundo lugar, donde se encuentran su hija y el sargento Martínez, se
desmorona. Sí, se desmorona, un castillo de legos. Impresión de incredulidad.
Devastación en vivo y en directo. ¿Martínez? Click. Silencio total. Bruma
maldita en el auricular, en el corazón. No hay otra cosa que cerrar los ojos y
bajar la cabeza.
La voz de Benavidez, luz en el intermedio
del túnel, lo vuelve a rescatar. Jefe, tenemos dos conversatorios, no
confundirlos con interrogaciones. Se realizaron por teléfono, larga distancia.
La tercera entrevista, con Floreano, el novio de la chica, está en curso.
Jordan está a cargo. Vive en un chalet, construido en el terreno de los padres
de ella. Dada la oportunidad, y sin que usted lo ordene, Justin hablará con ellos,
los señores Rodríguez Meza. Bien Benavidez, la felicito. Reproduzco las
grabaciones. El agente presta atención. En la primera, Carl Vagen, a quien
Walcom imagina flaco, mejillas rosadas, desdentado y ojos de demente, explica
que le dicen el “holandés volador” por la forma peculiar de haberse subido a la
escalerilla metálica del arponero Nisu
Maru II. Que en esa ocasión fue tomado prisionero y enjuiciado en Tokio,
donde lo hallaron culpable de los cargos de asalto y agresión (aunque bien se
sospecha que al pobre lo usaron a menudo como sparring de prácticas de Karate y
Shotokan mientras duró la travesía) y sentenciado a pasar seis meses dentro de
un calabozo con paredes pintadas de Godzilla.
El público y demás organismos de derechos de animales protestaron, según la
costumbre, mostrando letreros con la palabra “asesinos”, quemando monigotes y
agarrándose las bolsas, frente a las embajadas niponas. Debido a su audacia,
Vagen fue considerado héroe en su país. Fuera de esto, y volviendo al tema
Rodríguez, Vagen comentó que conocía a la venezolana, era voluntaria, como
todos ellos; era una de las encargadas de la limpieza, todos tenían una
función, aunque de repente ayudaba en la cocina, sabía elaborar tortillas de
queso, exquisitas. Inolvidables más bien, cuando uno las saboreaba con ese sol
naranja descendiendo en el horizonte lleno de témpanos. Además, tenía una zurda
formidable, macanuda, puntería y contundencia, sin dudarlo, bien escogida para
lanzar proyectiles a los balleneros. Que el día del naufragio debieron
descender al hielo, no había otra, llevaron carpas para protegerse del frío, el
cual, en las noches, sobre pasa los veinte grados centígrados bajo cero. Que
apenas descendieron, y está mal decir a tierra, una ventisca formidable que
distorsionaba el origen y ubicación de las voces e impedía la visibilidad los
dividió en tres grupos. Que para no seguir dispersándose los que quedaron con
él debieron caminar agarrados de las manos. Cuando los encontraron se enteró
que Ruddy, miembro de uno de los grupos dispersos, había desaparecido. Eso
suele ocurrir, caer en un agujero, les aconteció a unos brasileros dos años
atrás. Estos comentarios fueron corroborados por el capitán Pierce. Nos declaró
lo siguiente: durante horas perseguimos al buque factoría Yushin Maru. Estaban preparados, se defendieron lanzándonos chorros
de agua, potentes, si te agarra uno de ellos es como si te golpearan con un
bate, además habían tendido una red gigantesca en la cubierta para que nuestras
bombas no les cayeran encima, no contaminaran la carne que estaban faenando,
fue una buena estrategia de defensa, no lo dudo, ya pensaremos en otro ataque,
¿sabe que el ejército israelita se ha inspirado en nuestros proyectiles
malolientes para crear dispositivos similares de dispersión? Somos innovadores.
Bueno, parecía que ese día no lograríamos nuestro objetivo, los japoneses
mantenían la distancia, hasta que Ruddy lanzó esa botella. Fue una curva
maldita. Estalló en plena cubierta. Todos festejamos porque le dañamos la caza.
O parte de ella. Hablando de números ¿sabe que obtienen 250,000 dólares por
cada ballena? Y pueden faenar hasta diez
diarias. Pese a ir perdiendo esta guerra, le hemos dado duro a esos pescadores,
el año pasado llegaron a cazar 567 ejemplares cuando su cuota bordea las 900. Hemos
salvado el 37 por ciento, loable pero no
suficiente, seremos victoriosos cuando las ballenas se muevan con
libertad, y evitemos que estos corrompidos las pesquen en su santuario. Luego
del suceso perdimos algo de concentración y caímos en esa trampa de hielo. El Yushin Maru pudo salir sin problemas,
está hecho para eso. Nuestro barco no. Resistimos un día, hasta que el hielo
aplastó el casco, una caja de fósforo. Ese día Ruddy estaba muy asustada, todos
lo estábamos. Lo de la ventisca fue otra complicación inesperada. Somos
voluntarios, navegantes, no estábamos preparados para esa variante. Sin
embargo, hemos aprendido de la experiencia. ¿Ha pasado usted noches en plena
Antártida? Una cosa es decirlo. Otra es estar allí. Sé que su novio la acompañó
hasta el final, hasta cuando desapareció… ¿El novio? ¿Hablaron ya con el
novio?, pregunta Walcom. Afirmativo,
responde Benavidez. Recién llegó la grabación, se la copio.
Al agente lo invaden deseos irrefrenables
de sentarse sobre el iceberg, servirse un whisky, y romper trozos de hielo para
colocarlo en el vaso. Pero está en funciones, horas laborales. A la voz de
Floreano se la percibe lenta, triste. Ruddy y yo teníamos dos años de novios
aunque la conocía desde hace cinco. Pausa. Nos gustaba viajar, hacía un tiempo
que estábamos en el empeño de defender la tierra, son aficiones dignas,
primarias, teníamos la cursilería de contarles las historias a nuestros nietos,
que ellos aún tuvieran mundo. Empezamos con altavoces y camisetas con leyendas
ambientales, capacitando turistas y organizando mingas de limpieza en las
playas, ni se imagina la cantidad de desperdicio, no es una vaguedad, es un
síndrome… plásticos, palos, recipientes, latas, hasta que vimos esos tiburones
sin aletas, masacrados. Ese hecho modificó todo. Ruddy dio un paso adelante. Se
convirtió en una mujer temeraria. Lo resumo en una sola palabra: pasión. No hay
otra forma de entenderla, un hincha de un equipo, un artista, un San Francisco
de Asís, loco, descalzo. Incluso elaboró una fórmula para contener la
destrucción. Partía de la población mundial. Un problema numérico. Seis mil
ochocientos millones de habitantes que no nacieron con conciencia ambiental. Tremenda
cifra. Hay culturas donde se forjan valores, lo bueno o lo malo, decía, pero
nadie enseña a un hijo que el simple hecho de vivir contamina. Tocaba
convencer, involucrarse. Una voluntaria firme logrará, con suerte, veinte
conversos. Así eran sus ideas. Raras. Hasta que llegó el día del naufragio. Ya
debe saberlo. Los icebergs partieron el casco, parecido al Titanic, la
diferencia fue que nuestro barco se hundió con lentitud, lo que nos dio tiempo
para sacar lo necesario, carpas, botellones de agua y tabletas de
carbohidratos. Los vientos eran muy fuertes, mínimo noventa kilómetros por
hora, no conseguimos estar junto a los demás, ese fue el error, ya para qué
amargarse, no se puede volver atrás. ¿Qué cómo ocurrió? Algo lamentable, no lo
dije antes por el horror que sentí. Está bien, seré breve. Después de la
ventisca, armamos la carpa, una odisea, algo que no se ensayó porque jamás
pensamos estar en ese tipo de emergencia. Al otro día, el sol nos calentó. Fue
maravilloso. Salimos de la carpa y divisamos, muy cerca, un grupo de leopardos
marinos. Ruddy fue por la cámara. Yo había leído que esos animales son una
lacra, devoran pingüinos y crías de su misma especie, son agresivos. Advertí
que no se acercara demasiado. Pero Ruddy no me escuchó, mejor dicho no me hizo
caso, siempre fue terca. Uno de esos animales, quizás el líder, un monstruo de
cuatrocientos kilos la atacó, literalmente la agarró del brazo y se la llevó
por un agujero. ¿Qué por qué no lo dije antes?
Me sentía responsable por ella. Culpable. Todo sucedió en un parpadeo.
Ya no podía vivir con eso. Debí haberme
lanzado al agua, morir, de ser posible, con ella. Pero no. No tuve el valor. La
busqué, golpeé el hielo con desesperación, abrí boquetes. Nada. Murió. Nadie
puede resistir más de una hora la temperatura de esas aguas. ¿Por qué me
preguntan por ella ahora? ¿Acaso la encontraron?
El agente del FBI se acerca de nuevo al
cadáver. Piensa que en la relación amorosa era la hembra dominante, Floreano,
el nombre lo acompaña, por el perfume que despiden sus letras, debió quedar
arrasado, debió arrodillarse, ver el espacio a su alrededor, esperar una muerte
que no llegó. Ahora observa el traje con detenimiento, a la altura del brazo
derecho: el género está desgajado, se nota un entrevero de carne y tela, hay
algo de sangre diseminada en el hielo, no mucha, eso indica que la muerte fue
rápida porque la hemorragia se cortó, el corazón dejó de bombear sangre. Eso
respalda la coartada del novio cobarde. Un leopardo marino se la llevó al
fondo. ¿Cómo supo que aquello la ahogaría?, se preguntó el agente. Los animales
saben tantas cosas. Algo los guía. Jefe, la voz de Benavidez se escucha de
nuevo. ¿Sí? Recibí la conversación con
los padres de Ruddy. ¿Cómo así el novio vive en terreno de ellos? Habían
construido ese chalet para cuando se casaran. Al morir ella, los padres le dieron
permiso para que Floreano pudiese vivir allí. Le dijeron que de esa forma no
perderían a su hija del todo. No los culpo, comenta el agente, muchos
reemplazamos espacios. ¿Hay algo nuevo o de utilidad en la entrevista? No, lo
común. Buena hija, un poco revoltosa, de pequeña amaba chapotear en los lagos,
enlodarse, amaba los animales, tenemos referencias y fotografías de un perro
llamado Joe, pastor alemán legítimo, entrenado por ella, con el que encontró un
joven, retrasado mental, que se había perdido en la comarca, dos gatos, Rayas y Manchas, y un loro sin nombre que le gustaba agujerear sandías
gigantes. Fue beisbolista, lanzadora de su equipo. Allí queda claro lo de la
zurda mágica, dice el agente. Su madre, que la ha soñado de espaldas, sentada
en una banca de cemento, en un barrio de calles no asfaltadas, cree que ella
está satisfecha, le ha hablado, le ha dicho que sucederá algo que congregará a
miles. El investigador en jefe vuelve a mirar el cadáver. Esta vez lo hace de
forma piadosa, no analítica. Murió mirando el cielo, comenta, se puede entender
que nunca perdió la esperanza.
¿Qué podría ocurrir para congregar a
miles?
Y vuelve a su hija. Atrapada en ese piso
de la torre sur, rozando, a través del boquete, con sus dedos de pianista, los
del sargento Martínez como si, en otro escenario y circunstancia, estuviera
haciéndole cosquillas. ¿Usted conoce a mi padre? No, pero ambos trabajamos por
la misma causa. No se vaya por favor. No lo haré. Justo tengo una hija más o
menos de su edad. El agente lo corroboró. Ahora –lo menos que pueden hacer– se encuentran el primer domingo
de cada mes, al medio día, acuden al cementerio de Manhattan, el Saint Paul's, dejan flores en una fosa común, luego se detienen
en la cafetería Martin’s, sonríen, hablan de sus cosas, ella de sus estudios o
de su nuevo trabajo, él la escucha con atención suprema, la aconseja, le
obsequia palabras que encajan a punta de forcejeo en su rompecabezas familiar
desempolvado, y al final, muy breve, para no despertar preocupaciones, bosqueja
detalles de los criminales que ha puesto tras las rejas. Es parte de la deuda.
Hija y padre prestados.
La mujer de sangre congelada parece que lo
estuviera mirando, ofreciéndole una sonrisa diminuta. ¿Sonríen los
muertos? ¿Serán capaces de…? No. Qué va.
Son los sueños que están atrás de los sueños de la muerte, es decir, en los
lugares inolvidables donde la muerte se estremece, lo sueños que no serán
doblegados por el olvido. Dentro de su perpetuidad danzan dos imágenes que no
la abandonarán jamás, ni siquiera cuando el desgaste natural la convierta en
fósforo y nitrógeno, ideal para que las bacterias generen plancton. En ellas no
estará su novio o el recuerdo de las mañanas cuando veía el sol metiéndose por
las rendijas de la ventana. Ni el calor de las almohadas. No. Estará la de una
ballena surcando las aguas, impertérrita, la vio en uno de sus viajes, era el
Puerto de San Lorenzo, en Manabí, Ecuador: salía a la superficie, inocente y
confiada, lanzando chorros de agua por su espiráculo, los cuales alcanzaban los
nueve o diez metros, con un sonido bello, espectral. Y estará, irrepetible, la
tarde soleada sobre el diamante de beisbol. Era la última entrada. Tres bolas y
dos strikes. Bases llenas. Iban adelante siete carreras a cinco. Y el
entrenador, después de tenerla calentando a un costado de la cueva, la envió al montículo – lo
permitían las reglas, al menos no lo prohibían – porque el lanzador había
perdido el control debido a una lesión en el hombro, no soportaba más. Para
entonces los muchachos ya conocían su curva perversa, aunque no los terminaba
de convencer, o se esforzaban por no hacerlo. Era el todo o nada. Ella instaló
su mirada en los ojos del bateador en turno, el gordo Lecaro, blanco, pecoso,
cara de engreído, famoso por sus home runes, sí, desatendiendo los gestos de
los jugadores que ocupaban las bases y querían confundirla, lo miró a los ojos,
profundamente, para robarse su estrella. Respiró. Percibió en sus dedos índice
y medio el cosido uniforme de la bola de béisbol. El atrevido jugador que
ocupaba la tercera base emprendió su
carrera a home. Levantaba polvo. Era el momento: el bateador también estaría
presionado. Elevó su rodilla derecha, un segundo, arqueó el cuerpo, lo que
daría potencia a su brazo, otro segundo, giró la muñeca… y lanzó la pelota,
sintiéndola una extensión de sí misma, un látigo. Vio el abaniqueo. Escuchó el
sonido seco y hermoso del objeto golpeando el guante. Strike. Fin del juego. El
roba base quedó a medio camino. No olvida a Lecaro lanzando su casco al suelo,
furioso, su regreso por el sendero de la vergüenza. Allí vinieron las hurras, el festejo, la
levantada en hombros, la visión cercana
de las nubes agitadas, la idea –porque no lo vio–
de su padre satisfecho, sonriendo bajo su gorra, en las tribunas, él que
siempre quiso un varón. Llevará esa jugada en eso que queda después de que los
átomos desaparecen. Más aún ahora que está dentro de aquél témpano agonizante
que, en el peor de los casos, alterará las mareas y causará inundaciones, aunque
su finalidad es sorprender al mundo, arribar al santuario de las ballenas, en
san Lorenzo. Dirán que una zombi hermosa se impuso a las corrientes y las
fuerzas de la naturaleza.
Sin embargo, descubre que la soledad de la
muerte la ha engañado otra vez, le ha jugado sueños falsos. Porque el agente
del FBI ya no se encuentra sobre el iceberg, tampoco está Benavidez en la
línea, ni Jordan, ni la morena hermosa. Vendrá la noche, la noche de vientos
voraces que intentarán articular historias, pero a lo mucho se asemejarán a la
voz marchita de una soprano decadente.
Para colmo, el agente del FBI, Walcom, en
su versión real, no estará junto a los de su equipo orquestando una emboscada
en una casucha abandonada en New York. Otros son los que han seguido la pista
de aquél anciano asesino de niños (una de las variantes más complicadas y
tristes de los criminales norteamericanos). El, con un chaleco gris agujereado,
a excepción de los primeros domingos de cada mes que es cuando se acicala, se
ha convertido en mendigo verdadero y vagabundea a trompicones con una caminera
de alcohol barato y una barba descuidada y maloliente en el Central Park.
La mujer de hielo tampoco podrá recordar
el día cuando fue abordada por la pasión. Le cortaban el pelo, muy corto, y la
peluquera le pasó accidentalmente la punta de las tijeras por el cuello, le
rozó la yugular. Esa sensación, mínima y profunda, le hizo darse cuenta que sus
latidos pendían de un hilo y que había que hacer las cosas con urgencia.
Aquello (describir la cadena de acontecimientos y puntos intermedios que
motivaron la decisión final no viene al caso) la hizo presentarse de voluntaria
en el Green Marí, días después
convenció a su novio. Estarían afuera dos meses. Eso creía. Viviría un reto, como
cuando se instaló en el montículo con su gorra dorada, un reto que podía culminar de manera impensada,
abandonada en el mar, contemplando las tormentas o los panoramas nocturnos con
sus pupilas de cristal, deseando ser una estrella fugaz, ella, una hormiga, de esas
que nos sorprenden y nos llenan de preguntas cuando las vemos flotando en las
tazas de agua, en las mañanas.
(Cuento N0. 5 del libro "Errantes y embusteros")