sábado, 30 de marzo de 2013

Santiago







25.- SANTIAGO


Virgen bendita, ruega por la muerte de este pez.
Aunque es tan maravilloso”
E. Hemingway. El viejo y el mar.


     Para el gran pez el fabuloso juego de la libertad consistía en dejarse caer hasta el fondo arenoso como esas barcazas viejas que no resistían el oleaje y de inmediato, con el potente accionar de su cola y aletas bien dispuestas, desplazar su mundo líquido y lanzarse hacia arriba, por un momento, hacia ese otro espacio indómito y veraz donde habitaban las aves de brillantes cuerpos, sus graznidos incesantes que delataban rutas de cardúmenes suculentos, el silencio y la soledad, los cuales aparecían de pronto y se apoderaban de todo, especialmente en las noches, aunque también habitaban los rugidos extraños y el viento, las repentinas lluvias con sus descargas de fuego, perturbadoras de las aguas, y esa burbuja dorada y ardiente que otorgaba vida a las cosas y amaba tanto pero que jamás podía alcanzar con su puntiagudo frente.
     Después de maravillosos segundos de levitación volvía a caer con el estruendo que haría una ola de las enormes.
     ¡Plasssssh!
     Era de nuevo el rey de las profundidades que amedrentaba con su vigor a cualquier enemigo que osara enfrentarlo. Acaso la explicación de su inusual tamaño se hallaba no solo en su incomparable pericia para descifrar códigos aprisionados en burbujas peregrinas, los cuales le indicaban con asombrosa exactitud el tiempo y lugar donde hallaría bancos de caballas, peces voladores o calamares escurridizos, sino que era un mago experto con su espada, a la que utilizaba con fina precisión para golpear y aturdir a sus víctimas antes de devorarlas. Y porque era un consentido de Dios, un goloso. Todos lo respetaban, incluso el desalmado tiburón tigre que gustaba de atacar en grupo. Alguna vez, tres de ellos lo habían cercado. Entonces era muy joven, su aleta dorsal aún no alcanzaba la máxima extensión y de pronto aquello los confió demasiado. Había vivido lo suficiente como para darse cuenta  que los infortunios eran parte innegable del escenario, pero enfrentar a tres tiburones era una desgracia, un pez sin experiencia sólo se hubiera llenado de temor. El de mayor tamaño se colocó al frente, eso indicaba que el ataque vendría de los costados, en cualquier momento, con una violencia seguro impresionante. Sin embargo aún restaba algo para hacerle daño: necesitaban acercársele.
     Fue la primera vez que el gran pez advirtió que la debilidad de algunos era la fortaleza en otros. El, a diferencia, podía prever el daño que haría, desde lejos. Decididamente y como esos caballeros de la edad media enfiló su espada hacia el que estorbaba su paso. Tal fue la sorpresa y rapidez que el adversario no alcanzó el exigente rumbo para esquivar su ataque, la espada golpeó en el centro de aquel cuerpo grotesco, y lo vio sumergirse sin movimiento hacia aguas más oscuras. El gran pez giró. Una vez que incursionaba en el combate le era difícil detenerse. De los rivales, uno había desaparecido, el otro se movía más abajo, de manera zigzagueante, como esos globos de fiesta que se van quedando sin aire, buscando en vano al compañero.
     La única que merecía su distancia, quizás, más por el tamaño que por sus repentinos arrebatos, era la ballena azul, pues apuntando detenidamente y en el intervalo perfecto un golpe de su cola gigantesca bien podía aplastarlo a él y a cinco de los suyos.
     Nuevamente vació su vejiga natatoria, descendió lo necesario; sombras de peces exploradores fugaron espantadas sin concebir que el propósito único era tomar impulso y ensartar el disco hermoso que colgaba allá arriba. Sabía que su esfuerzo era inútil, que cada vez que incursionaba en el aire el disco de fuego lo cegaba. Aún así, le fascinaba aquel cambio brusco que percibía al salir del agua, era como un detenerse de la celeste música y acariciar la nada, para luego caer con el peso de su cuerpo.
     ¡Plasssssh!
     Su pirueta fue detectada por los binoculares de Rino Boy, como apodaban al vigía  negro y musculoso del yate “Dos Rosarios”.
     Un espada a la izquierda, marcha lenta ordenó Rino Boy, desde el puente de mando, y siguió observando los movimientos que se daban en la superficie.
     En la cubierta, el abuelo Leo advirtió el chapuzón. Pese a cargar sobre su cabeza una gorra azul de marinero, con el dibujo de un ancla en el centro de la misma, colocó sus manos a manera de visera, como si no llevara algo que lo aliviara del sol. Vigilaba entusiasmado hacia el rastro de ondas espumosas que había quedado en el mar. Un lomo oscuro, plateado, pareció mostrarse y desaparecer rápidamente; con los destellos que despedía el agua era difícil comprobarlo pero Rino Boy hizo un gesto para que el abuelo se acomodara en la silla giratoria de la popa y se ajustara el cinturón de seguridad. El moreno no divisó otra acrobacia, pero supuso que el gran pez  merodeaba aún la zona.
    Entonces ordenó que detuvieran el motor.
    Era Octubre y día de brujas, por lo tanto la temporada de grandes peces estaba por concluir, las corrientes frías los alejarían del golfo hasta el otro año. La noche de la víspera, en la capilla del muelle, los tripulantes del “Dos Rosarios” repitieron la oración del pescador apasionado y desatendiendo la advertencia grado B que por radio efectuara  la  Armada a los navegantes sobre un oleaje moderado salieron cerca de las doce para hallarse mar afuera antes del amanecer. Tuvieron suerte. La mañana se mostró despejada, con un sol que prometía ser enérgico y el océano en sus mejores condiciones, sin “borreguitos”, como el abuelo le decía a las pequeñas olas, las cuales, usualmente anticipaban algo de mayor escala, apaciguado, dócil, tanto, que hasta hacía daño en los ojos con el reflejo de los incontables pedazos de sol que brillaban en su cuerpo.
     El abuelo Leo también pensó en los signos que se habían presentado. Un trío de bufeos jugueteando en el agua, fragatas y gaviotas de cola cortada acercándose una y otra vez a la superficie marina; armó equivalencias: lo primero indicaba ausencia de tiburones, lo segundo manifestación de pequeños peces. “Si llegan esos predadores las otras especies prefieren apartarse, los delfines sólo juegan cuando están tranquilos, esa es una gran enseñanza, regocijarse en la armonía, además si hay pequeños peces, los hay medianos, si hay medianos, como corvinas y róbalos,  habrían atunes, dorados y agujas”.
     El “Dos Rosarios” se bamboleaba con parsimonia, dejándose llevar por las ondas. Se produjo un silencio casi absoluto, como el que reina en los cementerios de los caseríos, el requerido para no espantar la pesca, sobre todo por el Merlín  que habían divisado, sólo se escuchaba el crujir de la fibra con que el yate estaba fabricado y el sonido del nylon rasgando el aire, luego, el breve chapuzón de la pluma y los dos anzuelos cebados con tiras de sardinas.
     Los peces enormes están para mostrarnos lo limitados que somos dijo el abuelo, quien a veces dictaba alguna que otra sentencia, mientras mantenía su sonrisa petrificada para evitar que su pipa cayera sobre la borda.
     Les diré esto a mis nietos, la próxima vez . Repasaremos Moby Dick y el error del capitán Ahab: menospreciar la ballena blanca. Jamás se debe despreciar a nadie. Peor a una ballena.
     Sus manos sostenían fuertemente pero sin rigidez el mango de la caña Hemingway, diseñada para peces que bordearan los ochocientos kilos. Un par de días antes de zarpar había prometido a Pablo Stephan y María Paula, sus nietos predilectos, que les traería un animal tan inmenso que sus ojos no verían cosa igual en toda su vida, y que se tomarían una foto, los cuatro, en el muelle, bajo la grúa que levantaba los colosos que eran extraídos del agua.  Como no necesitaba vender la carne entregaría la mitad a la fundación de niños de la calle, donde lo conocían muy bien las monjitas, aunque él lo hacía para continuar la obra iniciada por su esposa, tendrían para comer una semana entera, y no les daría más porque mucho de algo tampoco era bueno, la otra mitad la repartiría entre su familia y  los amigos del club, él se quedaría con el mejor medallón de lomo y haría un ceviche, un exquisito ceviche con tomate, limón, media naranja y una cuantas rodajas de pepino, y recordaría cuando estuvo soñando con ese plato, sobre la borda. Extrañaría no compartirlo con su esposa, también se guardaría algo más para comérselo después, a lo pobre: asado, de compañía un plátano verde, cebolla picada, arroz blanco y un pedazo de pan. Nada de salsas melosas que alejaban el encuentro con lo natural. Aquello era para los ricos y sobrados que adoraban comer en hoteles y restaurantes de lujo. Faltaban algunos detalles. Estar descalzo, los pantalones arremangados y su perro Excalibur, un pequinés iracundo, echado a un costado.
     Sí que lo haría, pensó, los sueños merecen respeto, les diría esto también a sus nietos, y si pescaba un aguja colocaría su espada en el centro de la sala.  De pronto su esposa lo hubiera reprobado con disgusto, pues era ella la que se encargaba de la decoración hogareña. Pero estaba muerta y él se sentía muy solo en las noches. Su tacto captaba nítidamente los temblores que el nylon le llevaba desde la profundidad. Es más, pensó, algunas veces ya había atrapado animales asombrosos y, como todo héroe, gustaba percibir el asombro que se dibujaba en la boca de los mirones que se agrupaban sobre la arena, junto a la balanza, para tocar con sus yemas el increíble y resbaloso cuerpo del pez. Había establecido un record mundial en el 76 al capturar un atún Ojo Rojo de doscientos veinticinco kilos. El querido viejo Leo, vestido enteramente de blanco para acompañar el color de su barba, como le apodaban los compinches y amigotes del club, dedicado por completo a disfrutar de los postreros años de la vida y que él estaba dispuesto a llenarlos de cerveza, vino blanco, pulpos al ajillo, calamares gratinados, algo de sushi, porque no le agradaba mucho, además de estar convencido que la gente lo comía por moda y por mostrar a los demás un paladar refinado, de las historias que contaba a sus nietos y de la pesca, su deporte y verdadero aliento.
     Abajo, dentro de la clara profundidad, el Merlín vio deslizarse a un costado la llamativa silueta de un  pececillo alegre pero torpe.  Habituado a la delicia que contenían  esos colores múltiples lo persiguió sin tregua, pero justo cuando se disponía a devorarlo, el pez, como ningún otro, cambió de rumbo y velocidad, dejándolo a él, Merlín atrevido de los mares, con la furia de saberse burlado.
     Saltó nuevamente. Esta vez el coraje retenido en su descomunal cuerpo reveló que estaba listo para la batalla y en plena pirueta se contorsionó con violencia: el agua estalló de sus costados.
¡Plasssssh!
     Santa Madre... ¡Qué grande es! replicó el abuelo al tiempo que la pipa caía sobre la borda. Se olvidó de ella, recogió el nylon con el carrete y lo lanzó nuevamente, con manos temblorosas, cerca del área por donde había contemplado el irrepetible espectáculo. En su vida de pescador, y eso que pescaba desde los siete años, en un diminuto canal donde a puro pulso extraía viejas y tilapias, sólo había visto un pez de ese tamaño. Y fue en una novela; al igual que en las fábulas no creía que existiesen de verdad, así de enormes. Como al abuelo gustaba de bautizar a sus peces no dudó ni por un segundo en el nombre que encontró para ese animal.
     Santiago, sería un honor llevarte al muelle, después de eso ya podría morir sabiendo que pocos hombres harían algo semejante.
        La pluma azul verde fucsia surcó la masa de agua como un rayo y volvió  a cruzar  la retaguardia de Santiago. Este, se percató que su presa ya no era el portento de agilidad que aparentaba; tomó impulso con sus bellas aletas, la persiguió un breve trecho hasta acercarse lo suficiente y se la tragó antes de otra acción esquiva, palpó su carne fresca, el desesperado movimiento que apuntaba al escape… enseguida algo se desgajó en su interior, bruscamente, y sintió dolor, demasiado, peor al que causaban los crustáceos venenosos.
     Para el abuelo fue como percibir que toda la dicha del cielo se concentraba en su caña, lo estremeció la potente sacudida mientras una delicada línea de humo salía del carrete. Aflojó rápidamente la palanqueta del seguro. Rino Boy dio cuenta de la hora. Diez y treinta. Presentía que la lucha sería larga. Y lo fue. Santiago se dirigió hacia el norte abierto y el “Dos Rosarios” se vio obligado a moverse en la misma dirección.
     El gran pez dominaba las aguas. Las había de tres tipos. La primera, la más cercana a la superficie, clara y despejada en el día, a no ser por cargadas nubes o lluvias antojadizas, servía para buscar alimento, allí, éste era abundante por la continua ofensiva de los menudos peces para captar aire y las aves aguardándolos sin misericordia; la segunda, donde la oscuridad era mayor pero no completa, se tornaba útil para los extensos viajes, la escasa visibilidad libraba a cualquier pez de sorpresivos asaltos. Por último, en la zona de entera penumbra se hallaba la paz. Allí acudía cuando necesitaba descansar. El vital líquido lo preservaba del peligro y se sentía tan bien como cuando era muy pequeño y débil para sobrevivir en el mar y su madre se encargaba de las cosas. En dicho espacio ningún ser podía ser lo suficientemente sigiloso como para no ser detectado. O al menos hasta que la vejez dejara de advertirle los movimientos en el agua. Y hacia aquel prodigioso paraje quería ir, sabía que si lo lograba, de alguna manera, sería rescatado.
     Para evitar que el Merlín se refugiara en el fondo y rompiera el nylon Rino Boy ordenó al tercer hombre que encendiera motores. El “Dos Rosarios” se movía en su contra, a marcha lenta, como una anguila herida.  En tanto, el abuelo se encargaba de ceder y no ceder piola, su experiencia le dictaba el tiempo de ajustar o soltar un poco al animal con la finalidad de agotarlo. Sabía que al principio debía dejarlo ir, pero sin excederse, para luego acercarlo al yate. Poco a poco. Esto podía durar muchas horas. O días enteros, pensó, como el pescador de la novela. Y volvió a imaginar el personaje, utilizando sus manos y espalda para retener el pez, mientras que él lo hacía con caña.
     Ambos necesitamos de paciencia dijo . Es lo que importa. El personaje tuvo su canoa, su cuchillo y un escritor formidable que le concedió sabiduría. Yo poseo mi yate y un par de marineros, pero a fin de cuentas estoy sólo con el pez, como él, y no considero que haga trampa.
     Para dejar que corrieran los minutos tenía presente a  María Paula y Pablo Stephan. Pensar en ellos es mejor que pensar en leones, dijo. Y reflexionó. Ese es el secreto del pescador, buenos pensamientos. Y él poseía una docena de nietos. De su parte, la invitación al cariño era la misma para todos, no así la retribución. Carlos y Juan Carlos de doce y diez años parecían marionetas humorísticas, sólo andaban trompeándose estúpida y repetidamente por la más mínima causa, por saber quién absorbía más rápido un batido o pateaba más fuerte un balón, y  allí los puñetazos, los agarrones y las volteretas en el piso. Peleaban tanto que aburría verlos. A veces el abuelo Leo les decía que le inflamaban las bolsas.
     Como pez merodeador una idea se cruzó por la mente del viejo al mismo tiempo que un tirón del adversario, al que manejó casi mecánicamente con el carrete; sonrió: “si fuera director de un proyecto televisivo, los convertiría a esos dos en marionetas, sí, los llamaría Mucho y Palo”. Mejor debo ir fabricándolas para sorprenderlos con una exhibición, dijo en voz baja. Juan Andrés y Juan Fernando eran adolescentes, “pavollos” les decía él: “ni pavos ni pollos”, los cuales habían ingresado a ese mundo hermético que condecía a los adultos del exterior muy pocas palabras. El  ligero repertorio se limitaba a hola, bien, si, no, un poco, chao. Alejandra, Paola y Marta, las quinceañeras, estudiaban ballet y danzas españolas y cuando lo visitaban parecían curiosas mariposas de invernadero porque andaban de un lado a otro, estirando sus brazos, girando sobre sí mismas y moviendo sus manos en el aire como si estas tuvieran que acomodarse a cada instante. Caminaban de puntillas y sonreían con frecuencia, eran además extremadamente atentas: ¿Quieres un vaso de gaseosa abuelito?  Y cualquiera de ellas iba y regresaba de la refrigeradora, danzando y emitiendo una melodía con sus labios. Aquello también le inflamaba las bolsas y sabía que era injusto, que se estaba volviendo cascarrabias.
     Entonces guardaba silencio y muy a su pesar sonreía. Emilio, Ariana y Sebastián, eran especies extrañas, como la rémora y el pez payaso. Ariana, de ocho años, se había ganado el epíteto de niña silencio porque luego de besarlo en la mejilla desaparecía sin dejar rastro, como esas serpientes de la arena, no la veía más y se pasaba buscándola hasta que Excalibur, con su fino olfato, la encontraba en algún lugar de la casa, hurgando sus cosas preferidas.
     Sebastián se encargaba, pese a estar advertido de que era un animal de carácter fuerte, de darle cacería a Excalibur, quien siempre terminaba de cazador, y el abuelo tenía que ir a rescatar al pequeño cuando lo encontraba sobre un mueble, llorando y haciendo pucheros.
     Emilio, el pez payaso, no podía estar sin movimiento, peor “soportar” y no disfrutar con calma la lectura de una historia y le preguntaba cuántas páginas faltaban o le suplicaba, palmas unidas, que contara ya el final. Por él el viejo experimentaba cierta conmiseración y trataba de ayudarlo. Una vez intentó enseñarle a respirar profundamente y contener el aire unos segundos para calmarse. Fue imposible. Esa pequeña quietud obligada sólo hizo que el pequeño se empapara de sudor y temblara como un pajarito enfermo. En eso sintió otro tirón, más fuerte que el anterior, y supo que el pez había dejado de buscar el fondo.  Debe estar agotado, dijo. Esta ocasión no sonrió porque, al igual que el pescador de la novela, muy en el fondo le dolía la muerte del espada. 
     Finalmente estaban los escogidos, los adorables que se sentaban uno a cada lado para escuchar las historias de mar que salían de su mente. Siempre, como si fuera una liturgia, debía empezar con la misma. Con la del increíble delfín que llevaba un niño hasta la playa luego de que un maremoto lo había arrastrado mar afuera. Cuando Mucho y Palo andaban en paz, lo que equivalía a estar atentos para contrariarlo, le decían a los pequeños que no fuesen a creer ese cuento, y se burlaban de que un delfín haya hecho semejante cosa, pero él sabía que era cierto, que el prodigio y la maravilla no eran facultades exclusivas del hombre y recordaba el lugar y el año de la noticia. Lichia, 1991. No les mostraba el recorte porque no era necesario, los pequeños creían sus palabras y aquello bastaba. Si algo había aprendido de la vida era precisamente eso, no otorgar valor a lo prescindible y superfluo. Si mostraba el recorte se hubiera convertido en un  bobalicón, nada más.
       Por eso se merecen estar en la foto   Dijo. Y miró a Rino Boy.

     Santiago entendía que el animal que le hacía daño en su interior era la cola malvada de un contendor más poderoso que lo esperaba en la superficie. Había tratado de alcanzar la profundidad  no obstante una fuerza superior que provenía de aquella cola lo había evitado. Y cuando el cielo se empezó a enladrillar y el Merlín había remolcado algunas millas el bote de diez toneladas, su resistencia se agotó. Dejó de tomar la iniciativa y lo vieron saltar tres, cuatro veces, con su sorda protesta de animal atrapado. Terminó flotando, dejándose arrastrar por el nylon.
     El tercer hombre del “Dos Rosarios” bajó la escalinata de la popa para acercarse con el arpón. El abuelo Leo soltó la seguridad de la silla y maniobró la caña para acomodar a Santiago en posición de tiro. El marinero, inmóvil, con el arpón en lo alto parecía una escultura de guerra. Observó la enorme cabeza del animal, su imponente espada  y el ojo brotado y vivo como si estuviera lleno de temor.
       No falles ni te conduelas   ordenó el viejo con firmeza, y vislumbró en ese segundo que podía elaborarse todo un tratado de momentos llenos de palabras necesarias y extrañamente dolorosas. Pero como siempre que definía su pesca trató de no dejarse llevar por el sentimiento.
     El puntiagudo acero, lanzado con la potencia del músculo joven abrió la carne que jadeaba en el mar. Al instante, el sorprendente chapoteo de espuma, agua, y sangre, sin embargo el arpón no quedó aprisionado en el cuerpo del pez.
     Fue el primer error. Que el metal no hubiese atravesado el corazón. Al menos en un pez tan grande.
     Santiago, como si recobrara el ímpetu, enviado secretamente desde la querida profundidad, su buena madre, levantó la cabeza y la giró con toda la violencia que aún podía brindar. El movimiento, esperado, pero imprevisto por su descomunal  talla  y  por  la  cantidad de agua que desplazaría, produciendo una ola de temibles proporciones, tomó desprevenidos a los de la embarcación, aunque de haberlo sabido tampoco hubieran hecho gran cosa. La caña se elevó por los aires.
     Se acumularon segundos desastrosos: mientras recuperaba el arpón atrayéndolo con la cuerda Rino Boy advirtió con angustia que el abuelo estaba en el agua. No se preguntó cómo ocurrió, si el viejo había caído o si se había lanzado para recuperar la caña, con lo loco que era. Sin titubeos fue tras él. Bien hubiera ofrendado su vida por aquel hombre que lo rescatara de una niñez miserable, cuando vivía en los tugurios sin padre ni madre y una prostituta condolida apenas lo cuidaba a él y a sus tres perros.
       Lo perdimos   gritó el viejo. 

     Pero estaba equivocado.
     Santiago había recordado el tema de las distancias bélicas y en una brava muestra de continuar en el combate giró su cuerpo y apuntó con su espada a los enemigos que danzaban en su medio. Los dos hombres apenas ponderaron el peligro pero lo vieron con los ojos bien abiertos. Rino Boy sólo alcanzó a prever, cuando el vertiginoso bulto rozó su cuerpo, que había tenido una suerte magnífica. Y el viejo no pensó nada porque la cruda descarga fue directa, en el centro de su pecho, y lo arrojó contra la base semioculta del “Dos Rosarios”.
     Lentamente Rino Boy  llegó hasta donde se hundía el abuelo, lo agarró de los hombros y lo subió con la ayuda del marinero al borde de la escalera metálica. Allí comprendieron por la herida abierta, de donde fluía la sangre abundantemente como de una pileta, y por los ojos que miraban inexpresivos hacia el cielo, que el impacto había sido tremendo y que el tiempo de agonía sería corto.
     Pero el abuelo Leo aún podía enlazar pensamientos, tenía noción del fin y de la forma que ocurría. No tuvo tiempo de sentir pena por nadie, ni siquiera por Pablo Stephan o María Paula, ni de rechazar una muerte que lo llenaba cada vez más de frío y temblores en sus piernas, eso era lo único que no le gustaba, por el resto, tenía clara conciencia de que era una de las mejores páginas para un hombre como él.  Morir así no debe ser tan malo, articuló apenas.  
     Y  no  volvió a pensar más.
     Ignorante de la desgracia, del llanto angustioso de los marineros, de la bandera a media asta con que el “Dos Rosarios” ingresaría al muelle, en un anochecer inolvidable, Santiago saboreaba el haber herido a su enemigo. Aún era el señor de los alrededores, el gran pez, pese a la ancha herida en su costado que dejaba un grueso sendero de sangre, lo que además  le  impedía  respirar y moverse con facilidad. Sabía que mientras nadara no moriría, y descendió hacia los amados oscuros espacios para tomar impulso, sospechaba que no habría otro, que luego viviría en los miles de peces que se deleitarían con su cuerpo y  luego en otros y en otros y así sucesivamente; su  vientre  rozó  la  arena del fondo y enfiló hacia la esfera gigante del cielo, la cual se había ensanchado enormemente y estaba tan pero tan cerca y anaranjada que sería sencillo saltar, atravesarla con su espada mágica e irse a morir con ella a lo profundo de su mundo.      

1 comentario:

  1. Me vi metida en varios escenarios al mismo tiempo. Me sentí transportada a momentos increíbles de la historia real y de la imaginación del escritor. Mis respetos, Señor escritor...

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