domingo, 17 de marzo de 2013

Alzheimer




1.- ALZHEIMER

A  nadie

     Bien clarito me dijeron, me dijeron, eso, con vocablos en apariencia compasivos como las caricias que propician las monjas en el hospicio, pero amasados con púas, sombreando cada una de las sílabas, así, sin puntos y comas, con el índice del tremendo juez de la tremenda corte a dos centímetros de mis narices, Aníbal de Mar, ¿era ese el nombre  del  actor?, ¡qué fenómeno!,  que me quedara quieto un rato. Faltó poco para que asome el “carajo”, estuvo a un tris, que NI-ME-MO-VIE.RA, eso, y permaneciera en este banco del parque central, manos cruzadas sobre las rodillas, donde turistas sonrientes con el wuuuaao o el yeeeaaa en la boca, blancos, rubios y almidonados, se afanan sobre manera para fotografiarse con las iguanas centenarias, y digo centenarias porque tengo una sospecha: estas sabandijas se hacen las bobas, no mueren con facilidad, a no ser que las atropelle un vehículo, ojo no cualquier carricoche, debe ser un camión con plataforma, o les caiga por cuestiones de números y errores un rayo mal concebido, un cable de alta tensión, y las cocine al instante, algo por el estilo, de lo contrario sólo cambian su piel y nos hacen creer que hay nuevos miembros en su comunidad.
     No cabe duda, creo que no hacía falta tanta amonestación, no me moveré, seré viejo pero no un viejo pendejo. Acaso voy a estar revoloteado de un lado para otro. Lo que es la falta de respeto de los jóvenes de hoy, todo porque dizque me sacan a pasear como el perro de la casa  – a que agarre sol, ¡no ves lo palidito que está! – y no puedo subir las escaleras de ese edificio antiguo donde mi sobrina, la de ojos gatunos, tiene que realizar una gestión municipal. Lleva media hora, y yo acá contemplando pájaros y su caca blanquinosa pegoteada en el cemento.
     Me gusta eso de las aves, los petirrojos se esmeran cuidando a sus hembras, morirían por ellas… de adolescente  le di un puñetazo  al  presumido de Enzo Marangoni porque le gustaba cazarlas con su horqueta….

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     Una vez la María se asomó por la ventana de madera, era una ventana con balaustres, adornada con maceteros pequeños, donde asomaban botones rosados, magníficos…

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     Siempre fui buscado. Que tenía el don del consejo profundo, decían. Conforme Nicanor (¿ese es mi nombre?, debí haber hecho algo por arreglarlo), el amigo. El mecanismo de la orientación a los demás es arribar a conclusiones lógicas de acuerdo a experiencias vividas, nada fuera de lo común.
     Haré un decálogo del buen vivir, eso, un decálogo, se lo dejaré al mundo.
     La primera regla será: sé puntual sólo en las celebraciones religiosas, aeropuertos, entrevistas de trabajo y partidos de fútbol, por el resto no te afanes. Dos: en cuanto al disfrute de la comida envía a Carreño al retrete. Punto. Sin discusión. Come como te plazca, elabora sánduches con carne y arroz si te parece, mezcla puré de papas, guineo y atún, busca sabores que bailen en tu lengua.  Eso sí, mantente en la decencia, no por comer sin  ataduras  tendrás el derecho de eructar frente a la gente. Eso es agresión. No hay que confundir las reglas, darle otro significado. Le repito esto al hombre generoso de gabardina gris, agujereada en el hombro, que me lleva del brazo. Se alegra por mis ocurrencias. Dice que me conducirá a casa,  le sonrío, deteniendo  mi vista en las pelusas que bordean el orificio de su vestimenta, subimos al bus, yo con esfuerzo supremo, mis piernas no obedecen con claridad cuando la mente ordena moverse. Por  el tema de la tercera edad un tipo me cede su asiento. Mi acompañante no se desapega. Que conoce a mi familia cuenta, a la señora Dolores, la del delantal de flores amarillas, lo dice con tal certeza y fascinación que debo callar porque cuando busco rostros cercanos en mi mente sólo aparecen espacios vacíos, figuras en blanco, fotografías deshechas.
     Le digo al hombre de la gabardina que, en cierta forma, soy un ser solitario, un desagradecido con todos aquellos que encontraban en mí algo distinto. Incluso, odiaba  que los rostros en blanco me cantaran el cumpleaños, convertirme en el centro de la fascinación.  Así de tozudo. El hombre comenta que llegó el momento de bajar. Sin embargo el exterior que contemplo tras la ventanilla, con sus casitas de madera, enclenques, y ropa colgada en las ventanas no me dice nada. No abre ninguna inscripción en mi mente, la cual parece una tumba.

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     A mí me gustaba cortejar a la María desde la esquina de su casa, la esperaba durante horas, un par de silbidos reproducían un tango, ¿cuál era?

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     Deambular no es malo. Es como estar dentro de una película. Un espía con las manos en los bolsillos. Sólo que no sé adónde ir. Velero desocupado, sin rumbo. Hay que apreciar el lado positivo: uno nunca deja de aprender. “Caminante no hay camino, se hace camino al andar”, alguien lo mencionó.
     O mejor: “El camino interesante es el que tienes por delante”, sentencia de Nicanor y en verso. Será la quinta regla del decálogo. Lo que duele cuando se camina en solitario es  la gente que lo mira a  uno como loco, eso, y las necesidades, cuando son verdaderas, el hambre y el frío por ejemplo, y la noche encima. Y restos de dolor en la frente, en la ceja izquierda, por fortuna la herida ha dejado de sangrar. ¿Con qué me habría golpeado?  ¿Con una reja?  Sobre  la  acera  veo un hombre que toca una armónica; un círculo de gente lo rodea y aplaude. La verdad es todo un artista. Durante unos minutos nos ha tenido encandilados, como esos gatos cuando se embrutecen con los faroles de los vehículos, la verdad que son unas bestias, el auto los quiere esquivar, se van hacia la izquierda, y ellos, amagan, porque hacen que buscan la derecha, pero también terminan en la izquierda, luego el sonido instantáneo de carne atropellada, ningún gemido, nada. Al final de la melodía, un compañero del músico camina frente a los espectadores, extiende un sombrero gastado. Cuando está muy cerca, agarro el ala del sombrero, sólo quiero decirle que me de un par de moneditas porque el hambre me mata, lo juro, le ayudaré de algún modo, tironeamos, recibo un empujón.

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     Enzo Marangoni y yo nos cuadramos como esos boxeadores de la guardia vieja, fintas, movimientos al costado, arriba abajo, un par de golpes tontos, él queriendo sorprenderme, hasta que me dio chance en su flanco izquierdo, pum, un yap que sonó a diablos, nalgas al suelo. Se incorporó, aturdido. Grave error, debió rendirse. Otra ganga, y un gancho a la quijada, que no mates más aves te digo, le dije, otra vez al piso de bruces, allí fue lo del porrazo por la espalda, a traición, por parte de sus amigos, mientras  yo, como caballero, esperaba que se levante.

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     Sí, era la luneta del Odeón, dos por uno, cine continuo, donde olía a moho, y la oscuridad cobijaba: Charles Bronson en “Cabo blanco”.

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     Nada  sempiterna, la  muerte es una nada, frío encima, vacío, ¿Quién  soy? ¿Por qué me miran y siguen de largo?

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     Esta sopita ha estado de madres, excelente, calientita, substanciosa, con papitas cocinadas que se deshacen en la lengua, fideos en su punto y una que otra menudencia; he percibido su tránsito hacia el estómago, ocupando todos esos espacios y ventosas y flores carnívoras que aguardaban algo de comida, así debe ser el reino de los cielos, lo imaginé siempre como una buena sopa en el momento indicado, es decir, cuando se está a un paso de la muerte. A mi lado, un pequeño, morenito y calvo, sonríe; debe tener trece años, me pregunta “cómo está viejo, lo encontramos perdido, sentado en la vereda, no sabe ni como se llama”, y yo muevo la cabeza de arriba abajo en señal de aceptación y alegría. “Le hemos puesto Carlos”, replica colocando su mano en las mías, arrugadas y huesudas, “así que tómese el caldo”. Me doy cuenta que estamos bajo una gran estructura, un puente, por el ruido de los coches, y que fuera de ese muchachito hay muchos otros, duermen en el suelo, desparramados sobre cartones y periódicos.

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     He de ser un mendigo. Es obvio. El techo de este túnel no deja de ser patético, hay ropas tendidas, unas pocas, restos de una consola que sirve para guardar otros restos inservibles, piedras en el suelo, ratas transeúntes y felinos rastreadores. Siento que soy nuevo aquí, pero no hay nada atrás tampoco, como para decir que vengo de allá o acullá.  Juraría que no he dormido siquiera dos días. En mi mente aparece el hombre de la gabardina agujereada, el del bus. Entonces juraría que yo también llevaba un saco, dinero en el bolsillo y un papelito que sé era importante, que debía mostrárselo a alguien. ¿Por qué un papel nos podría salvar de las dificultades?
     Las otras cosas que recuerdo son sueños de otras vidas, tal vez fueron mías o me las contaron, como cuando estuve en la  final de la Copa del Mundo. Los niños ríen mientras escuchan la anécdota, deben creer que estoy chiflado, sin embargo me veo ingresando al  tumulto, muy contento, empujando y siendo empujado, muchos llevaban sombreros, banderas, otros cantaban, y  yo solo queriendo ver el duelo entre Maradona, la atracción de la Copa, y los recios alemanes. ¿Ganó o perdió Maradona?

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     ¡Que a correr carajo!, me dice, aterrado, el niño de los trece años, el que me consiguió la tarrina con la sopa mágica, por suerte, un rostro conocido, Miguel se llama, me agarra de la mano y me lleva a través de la oscuridad, soportando mi lentitud con una paciencia admirable, hacia otros pasadizos, sólo conocidos por él, ¿será uno de esos ángeles misteriosos que aparecen en la vida de uno?; ingresamos a unos túneles donde de seguro no avanzarán los policías. Aquí el agua que corre es apestosa y llega hasta los tobillos. Atrás nuestro percibimos, centelleantes, las linternas, los gritos de los otros chicos y el de los agentes dispersándolos a punta de toletazos.

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     Invité a  la  María.  La evoco  con un vestido blanco, de lino, y esa flor en su cabeza, de las que colgaban del macetero de su ventana, divina como una reina, sus labios centelleaban fragmentos de luna debido al rímel. Y eso que tenía varios pretendientes.

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     Miguel, el morenito calvo, me aconseja, me dice que debo fingir sin que me de  pena, eso, hacer  teatro, que todo mundo tiene lástima de un viejo que pasa mala noche en la calle, a la intemperie, porque la mayoría tiene un familiar olvidado en algún lugar del mundo, un padre huraño, una abuela con el cerebro colapsado, un perro con garrapatas, (¿mi perro se llama Lacra?)  y  que si hago bien mi papel, elevando un poco el mentón y comprimiendo los labios para reproducir arrugas les daré un golpe en la conciencia, en el hueco que aseguran hay en el fondo del alma, y entonces para apaciguar aquel canto de ballenas adoloridas meterán la mano en el bolsillo y llenarán la canasta. Yo recuerdo a centellazos y le digo que no me llamo Carlos sino Nicanor, y elaboro reglas. Esta será la séptima: “sobrevivirás si sabes actuar”. Miguel muestra su dentadura incompleta y argumenta que no sólo tomaremos sopa, sino que comeremos carne. Carne de parrillas. Una al estilo argentino o uruguayo, propongo, y él me pregunta que de dónde aprendí eso, que por qué tienen que ser argentinas o uruguayas, entonces callo. Callo porque he perdido la cuerda inicial. Me dejan en la esquina de una iglesia. Dos pequeños, a izquierda y derecha me salvaguardan de cualquier dificultad, soy un mendigo de oro, el pan de sus santos días, me convierto en Shakespeare, dejad que las monedas vengan a mí.

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     Cuando enamoré a  la  mujer de mis sueños le pedí que nos fuéramos en el primer vagón que saliera a Punta Dominica, y que viéramos los lagos cuando se forman con el agua que baja de las montañas.

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La lotería jugó en 55.

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     ¡Que cante el viejo!, ¡que cante el viejo!, gritan los muchachos, a la luz de una pequeña fogata, pero yo les respondo que el viejo no canta sino que cuenta. Miguel es el primero que se carcajea, golpeando sus manos en las rodillas. Se ha dado cuenta que debe repetirme quién soy y qué hago: reglas para vivir. Tengo otras. Has muecas cuando te tomen una foto y el evento esté revestido de seriedad. Promueve un club de muequeros. Debes hacer reír. No basta que rías tú. Celebramos por dos razones. Por un lado recuperamos el puente, lo que significa: podemos dormir en paz. Y tenemos pizza para todos. Inolvidable. Entramos al local, harapientos y apestosos como perros de la calle. Los guardias y empleados se alertaron. “No damos caridad”, dijeron, “por favor váyanse”. Y les mostramos el tarro del dinero. “Vamos a comprar”, dije, por ser el Peter Pan del grupo, “si no nos dejan iremos donde las autoridades”. Y se quedaron con la impresión congelada. Me di el gusto de elaborar el gesto aconsejado por Miguel, ese donde se estira el mentón y se aprietan los labios, con la adición de ensanchar los párpados. Algunos pequeños jamás han comido una pizza completa en su vida.

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     Espero en la avenida, gesticulo, pasa una señora, y la moneda cae por arte de magia. Gol. Miguel y otro de los niños, en la acera del frente, vigilan. Levantan el pulgar. No es del todo malo ser mendigo. Tengo tiempo para culminar las reglas de Nicanor. La décima: báñate (¡cuánto lo deseo!), pero no desperdicies agua, el mundo se está acabando. No seas infame. En eso un chirrido de llantas suena en la esquina; los niños, incluyendo a Miguel, salen despavoridos, como palomas con disparo. Me abandonan. ¿Qué pasa?  Volteo el rostro, y es un carro de  la  policía. De él se baja una muchacha de ojos gatunos, tendrá dieciséis años, corre hacia mí, con desespero, lleva un suéter desabotonado, muy ancho, que baila sobre su cuerpo. Siempre he pensado que la mayoría de las mujeres corren de manera cómica. Atrás de ella, también llorando, está… está la María. Su rostro casi no ha cambiado, pese al cabello cano, sigue como estuvo en mi mente, divina. Entonces sé que esa es mi vida, que el abrazo eterno que nos dimos esa mañana en el tren, contemplando las montañas y los lagos, fue cierto. Quiero pronunciar un par de palabras, pero de mi garganta, debido a la estúpida emoción senil que me puede matar como a las iguanas que le caen los rayos desorientados, no salen palabras sino una especie de lamento tembloroso de mulo. 

 (Cuento N0 1 del libro Errantes y Embusteros)

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