25.- SANTIAGO
“Virgen
bendita, ruega por la muerte de este pez.
Aunque
es tan maravilloso”
E.
Hemingway. El viejo y el mar.
Para el gran pez el fabuloso juego de la
libertad consistía en dejarse caer hasta el fondo arenoso como esas barcazas
viejas que no resistían el oleaje y de inmediato, con el potente accionar de su
cola y aletas bien dispuestas, desplazar su mundo líquido y lanzarse hacia
arriba, por un momento, hacia ese otro espacio indómito y veraz donde habitaban
las aves de brillantes cuerpos, sus graznidos incesantes que delataban rutas de
cardúmenes suculentos, el silencio y la soledad, los cuales aparecían de pronto
y se apoderaban de todo, especialmente en las noches, aunque también habitaban
los rugidos extraños y el viento, las repentinas lluvias con sus descargas de
fuego, perturbadoras de las aguas, y esa burbuja dorada y ardiente que otorgaba
vida a las cosas y amaba tanto pero que jamás podía alcanzar con su puntiagudo
frente.
Después de maravillosos segundos de
levitación volvía a caer con el estruendo que haría una ola de las enormes.
¡Plasssssh!
Era de nuevo el rey de las profundidades
que amedrentaba con su vigor a cualquier enemigo que osara enfrentarlo. Acaso
la explicación de su inusual tamaño se hallaba no solo en su incomparable
pericia para descifrar códigos aprisionados en burbujas peregrinas, los cuales
le indicaban con asombrosa exactitud el tiempo y lugar donde hallaría bancos de
caballas, peces voladores o calamares escurridizos, sino que era un mago
experto con su espada, a la que utilizaba con fina precisión para golpear y
aturdir a sus víctimas antes de devorarlas. Y porque era un consentido de Dios,
un goloso. Todos lo respetaban, incluso el desalmado tiburón tigre que gustaba
de atacar en grupo. Alguna vez, tres de ellos lo habían cercado. Entonces era
muy joven, su aleta dorsal aún no alcanzaba la máxima extensión y de pronto
aquello los confió demasiado. Había vivido lo suficiente como para darse cuenta que los infortunios eran parte innegable del
escenario, pero enfrentar a tres tiburones era una desgracia, un pez sin
experiencia sólo se hubiera llenado de temor. El de mayor tamaño se colocó al
frente, eso indicaba que el ataque vendría de los costados, en cualquier
momento, con una violencia seguro impresionante. Sin embargo aún restaba algo
para hacerle daño: necesitaban acercársele.
Fue la primera vez que el gran pez
advirtió que la debilidad de algunos era la fortaleza en otros. El, a
diferencia, podía prever el daño que haría, desde lejos. Decididamente y como
esos caballeros de la edad media enfiló su espada hacia el que estorbaba su
paso. Tal fue la sorpresa y rapidez que el adversario no alcanzó el exigente
rumbo para esquivar su ataque, la espada golpeó en el centro de aquel cuerpo
grotesco, y lo vio sumergirse sin movimiento hacia aguas más oscuras. El gran
pez giró. Una vez que incursionaba en el combate le era difícil detenerse. De
los rivales, uno había desaparecido, el otro se movía más abajo, de manera
zigzagueante, como esos globos de fiesta que se van quedando sin aire, buscando
en vano al compañero.
La única que merecía su distancia, quizás,
más por el tamaño que por sus repentinos arrebatos, era la ballena azul, pues
apuntando detenidamente y en el intervalo perfecto un golpe de su cola
gigantesca bien podía aplastarlo a él y a cinco de los suyos.
Nuevamente vació su vejiga natatoria,
descendió lo necesario; sombras de peces exploradores fugaron espantadas sin
concebir que el propósito único era tomar impulso y ensartar el disco hermoso
que colgaba allá arriba. Sabía que su esfuerzo era inútil, que cada vez que
incursionaba en el aire el disco de fuego lo cegaba. Aún así, le fascinaba
aquel cambio brusco que percibía al salir del agua, era como un detenerse de la
celeste música y acariciar la nada, para luego caer con el peso de su cuerpo.
¡Plasssssh!
Su pirueta fue detectada por los
binoculares de Rino Boy, como apodaban al vigía negro y musculoso del yate “Dos Rosarios”.
– Un
espada a la izquierda, marcha lenta –
ordenó Rino Boy, desde el puente de mando, y siguió observando los
movimientos que se daban en la superficie.
En la cubierta, el abuelo Leo advirtió el
chapuzón. Pese a cargar sobre su cabeza una gorra azul de marinero, con el
dibujo de un ancla en el centro de la misma, colocó sus manos a manera de
visera, como si no llevara algo que lo aliviara del sol. Vigilaba entusiasmado
hacia el rastro de ondas espumosas que había quedado en el mar. Un lomo oscuro,
plateado, pareció mostrarse y desaparecer rápidamente; con los destellos que
despedía el agua era difícil comprobarlo pero Rino Boy hizo un gesto
para que el abuelo se acomodara en la silla giratoria de la popa y se ajustara
el cinturón de seguridad. El moreno no divisó otra acrobacia, pero supuso que
el gran pez merodeaba aún la zona.
Entonces ordenó que detuvieran el motor.
Era Octubre y día de brujas, por lo tanto
la temporada de grandes peces estaba por concluir, las corrientes frías los
alejarían del golfo hasta el otro año. La noche de la víspera, en la capilla
del muelle, los tripulantes del “Dos Rosarios” repitieron la oración del
pescador apasionado y desatendiendo la advertencia grado B que por radio
efectuara la
Armada a los navegantes sobre un oleaje moderado
salieron cerca de las doce para hallarse mar afuera antes del amanecer.
Tuvieron suerte. La mañana se mostró despejada, con un sol que prometía ser
enérgico y el océano en sus mejores condiciones, sin “borreguitos”, como el abuelo
le decía a las pequeñas olas, las cuales, usualmente anticipaban algo de mayor
escala, apaciguado, dócil, tanto, que hasta hacía daño en los ojos con el
reflejo de los incontables pedazos de sol que brillaban en su cuerpo.
El abuelo Leo también pensó en los signos
que se habían presentado. Un trío de bufeos jugueteando en el agua, fragatas y
gaviotas de cola cortada acercándose una y otra vez a la superficie marina;
armó equivalencias: lo primero indicaba ausencia de tiburones, lo segundo
manifestación de pequeños peces. “Si llegan esos predadores las otras especies
prefieren apartarse, los delfines sólo juegan cuando están tranquilos, esa es
una gran enseñanza, regocijarse en la armonía, además si hay pequeños peces,
los hay medianos, si hay medianos, como corvinas y róbalos, habrían atunes, dorados y agujas”.
El “Dos Rosarios” se bamboleaba con
parsimonia, dejándose llevar por las ondas. Se produjo un silencio casi
absoluto, como el que reina en los cementerios de los caseríos, el requerido para
no espantar la pesca, sobre todo por el Merlín que habían divisado, sólo se escuchaba el
crujir de la fibra con que el yate estaba fabricado y el sonido del nylon
rasgando el aire, luego, el breve chapuzón de la pluma y los dos anzuelos
cebados con tiras de sardinas.
– Los
peces enormes están para mostrarnos lo limitados que somos – dijo el abuelo, quien a veces dictaba
alguna que otra sentencia, mientras mantenía su sonrisa petrificada para evitar
que su pipa cayera sobre la borda.
– Les
diré esto a mis nietos, la próxima vez –. Repasaremos Moby Dick y el error del capitán Ahab:
menospreciar la ballena blanca. Jamás se debe despreciar a nadie. Peor a una
ballena.
Sus manos sostenían fuertemente pero sin
rigidez el mango de la caña Hemingway, diseñada para peces que bordearan los
ochocientos kilos. Un par de días antes de zarpar había prometido a Pablo
Stephan y María Paula, sus nietos predilectos, que les traería un animal tan
inmenso que sus ojos no verían cosa igual en toda su vida, y que se tomarían
una foto, los cuatro, en el muelle, bajo la grúa que levantaba los colosos que
eran extraídos del agua. Como no
necesitaba vender la carne entregaría la mitad a la fundación de niños de la
calle, donde lo conocían muy bien las monjitas, aunque él lo hacía para
continuar la obra iniciada por su esposa, tendrían para comer una semana
entera, y no les daría más porque mucho de algo tampoco era bueno, la otra
mitad la repartiría entre su familia y
los amigos del club, él se quedaría con el mejor medallón de lomo y
haría un ceviche, un exquisito ceviche con tomate, limón, media naranja y una
cuantas rodajas de pepino, y recordaría cuando estuvo soñando con ese plato,
sobre la borda. Extrañaría no compartirlo con su esposa, también se guardaría algo
más para comérselo después, a lo pobre: asado, de compañía un plátano verde,
cebolla picada, arroz blanco y un pedazo de pan. Nada de salsas melosas que
alejaban el encuentro con lo natural. Aquello era para los ricos y sobrados que
adoraban comer en hoteles y restaurantes de lujo. Faltaban algunos detalles.
Estar descalzo, los pantalones arremangados y su perro Excalibur, un pequinés iracundo, echado a un costado.
Sí que lo haría, pensó, los sueños merecen
respeto, les diría esto también a sus nietos, y si pescaba un aguja colocaría
su espada en el centro de la sala. De
pronto su esposa lo hubiera reprobado con disgusto, pues era ella la que se
encargaba de la decoración hogareña. Pero estaba muerta y él se sentía muy solo
en las noches. Su tacto captaba nítidamente los temblores que el nylon le
llevaba desde la profundidad. Es más, pensó, algunas veces ya había atrapado
animales asombrosos y, como todo héroe, gustaba percibir el asombro que se
dibujaba en la boca de los mirones que se agrupaban sobre la arena, junto a la
balanza, para tocar con sus yemas el increíble y resbaloso cuerpo del pez.
Había establecido un record mundial en el 76 al capturar un atún Ojo Rojo de
doscientos veinticinco kilos. El querido viejo Leo, vestido enteramente de blanco
para acompañar el color de su barba, como le apodaban los compinches y amigotes
del club, dedicado por completo a disfrutar de los postreros años de la vida y
que él estaba dispuesto a llenarlos de cerveza, vino blanco, pulpos al ajillo,
calamares gratinados, algo de sushi, porque no le agradaba mucho, además de
estar convencido que la gente lo comía por moda y por mostrar a los demás un
paladar refinado, de las historias que contaba a sus nietos y de la pesca, su
deporte y verdadero aliento.
Abajo, dentro de la clara profundidad, el
Merlín vio deslizarse a un costado la llamativa silueta de un pececillo alegre pero torpe. Habituado a la delicia que contenían esos colores múltiples lo persiguió sin
tregua, pero justo cuando se disponía a devorarlo, el pez, como ningún otro,
cambió de rumbo y velocidad, dejándolo a él, Merlín atrevido de los mares, con
la furia de saberse burlado.
Saltó nuevamente. Esta vez el coraje
retenido en su descomunal cuerpo reveló que estaba listo para la batalla y en
plena pirueta se contorsionó con violencia: el agua estalló de sus costados.
¡Plasssssh!
– Santa Madre... ¡Qué grande es! – replicó el abuelo al tiempo que la pipa caía sobre la
borda. Se olvidó de ella, recogió el nylon con el carrete y lo lanzó nuevamente,
con manos temblorosas, cerca del área por donde había contemplado el
irrepetible espectáculo. En su vida de pescador, y eso que pescaba desde los
siete años, en un diminuto canal donde a puro pulso extraía viejas y tilapias,
sólo había visto un pez de ese tamaño. Y fue en una novela; al igual que en las
fábulas no creía que existiesen de verdad, así de enormes. Como al abuelo
gustaba de bautizar a sus peces no dudó ni por un segundo en el nombre que
encontró para ese animal.
– Santiago, sería un honor llevarte al muelle, después de
eso ya podría morir sabiendo que pocos hombres harían algo semejante.
La pluma azul verde fucsia surcó la
masa de agua como un rayo y volvió a
cruzar la retaguardia de Santiago. Este,
se percató que su presa ya no era el portento de agilidad que aparentaba; tomó
impulso con sus bellas aletas, la persiguió un breve trecho hasta acercarse lo
suficiente y se la tragó antes de otra acción esquiva, palpó su carne fresca,
el desesperado movimiento que apuntaba al escape… enseguida algo se desgajó en
su interior, bruscamente, y sintió dolor, demasiado, peor al que causaban los
crustáceos venenosos.
Para el abuelo fue como percibir que toda
la dicha del cielo se concentraba en su caña, lo estremeció la potente sacudida
mientras una delicada línea de humo salía del carrete. Aflojó rápidamente la
palanqueta del seguro. Rino Boy dio cuenta de la hora. Diez y treinta.
Presentía que la lucha sería larga. Y lo fue. Santiago se dirigió hacia el
norte abierto y el “Dos Rosarios” se vio obligado a moverse en la misma
dirección.
El gran pez dominaba las aguas. Las había
de tres tipos. La primera, la más cercana a la superficie, clara y despejada en
el día, a no ser por cargadas nubes o lluvias antojadizas, servía para buscar
alimento, allí, éste era abundante por la continua ofensiva de los menudos
peces para captar aire y las aves aguardándolos sin misericordia; la segunda,
donde la oscuridad era mayor pero no completa, se tornaba útil para los
extensos viajes, la escasa visibilidad libraba a cualquier pez de sorpresivos
asaltos. Por último, en la zona de entera penumbra se hallaba la paz. Allí
acudía cuando necesitaba descansar. El vital líquido lo preservaba del peligro
y se sentía tan bien como cuando era muy pequeño y débil para sobrevivir en el
mar y su madre se encargaba de las cosas. En dicho espacio ningún ser podía ser
lo suficientemente sigiloso como para no ser detectado. O al menos hasta que la
vejez dejara de advertirle los movimientos en el agua. Y hacia aquel prodigioso
paraje quería ir, sabía que si lo lograba, de alguna manera, sería rescatado.
Para evitar que el Merlín se refugiara en
el fondo y rompiera el nylon Rino Boy ordenó al tercer hombre que
encendiera motores. El “Dos Rosarios” se movía en su contra, a marcha lenta,
como una anguila herida. En tanto, el
abuelo se encargaba de ceder y no ceder piola, su experiencia le dictaba el
tiempo de ajustar o soltar un poco al animal con la finalidad de agotarlo.
Sabía que al principio debía dejarlo ir, pero sin excederse, para luego
acercarlo al yate. Poco a poco. Esto podía durar muchas horas. O días enteros,
pensó, como el pescador de la novela. Y volvió a imaginar el personaje,
utilizando sus manos y espalda para retener el pez, mientras que él lo hacía
con caña.
– Ambos necesitamos de paciencia – dijo –. Es
lo que importa. El personaje tuvo su canoa, su cuchillo y un escritor
formidable que le concedió sabiduría. Yo poseo mi yate y un par de marineros,
pero a fin de cuentas estoy sólo con el pez, como él, y no considero que haga
trampa.
Para dejar que corrieran los minutos tenía
presente a María Paula y Pablo Stephan.
Pensar en ellos es mejor que pensar en leones, dijo. Y reflexionó. Ese es el
secreto del pescador, buenos pensamientos. Y él poseía una docena de nietos. De
su parte, la invitación al cariño era la misma para todos, no así la
retribución. Carlos y Juan Carlos de doce y diez años parecían marionetas
humorísticas, sólo andaban trompeándose estúpida y repetidamente por la más mínima
causa, por saber quién absorbía más rápido un batido o pateaba más fuerte un
balón, y allí los puñetazos, los
agarrones y las volteretas en el piso. Peleaban tanto que aburría verlos. A
veces el abuelo Leo les decía que le inflamaban las bolsas.
Como
pez merodeador una idea se cruzó por la mente del viejo al mismo tiempo que un
tirón del adversario, al que manejó casi mecánicamente con el carrete; sonrió:
“si fuera director de un proyecto televisivo, los convertiría a esos dos en
marionetas, sí, los llamaría Mucho y Palo”. Mejor debo ir
fabricándolas para sorprenderlos con una exhibición, dijo en voz baja. Juan
Andrés y Juan Fernando eran adolescentes, “pavollos” les decía él: “ni pavos ni
pollos”, los cuales habían ingresado a ese mundo hermético que condecía a los
adultos del exterior muy pocas palabras. El
ligero repertorio se limitaba a hola, bien, si, no, un poco, chao.
Alejandra, Paola y Marta, las quinceañeras, estudiaban ballet y danzas
españolas y cuando lo visitaban parecían curiosas mariposas de invernadero
porque andaban de un lado a otro, estirando sus brazos, girando sobre sí mismas
y moviendo sus manos en el aire como si estas tuvieran que acomodarse a cada
instante. Caminaban de puntillas y sonreían con frecuencia, eran además extremadamente
atentas: ¿Quieres un vaso de gaseosa abuelito?
Y cualquiera de ellas iba y regresaba de la refrigeradora, danzando y
emitiendo una melodía con sus labios. Aquello también le inflamaba las bolsas y
sabía que era injusto, que se estaba volviendo cascarrabias.
Entonces guardaba silencio y muy a su
pesar sonreía. Emilio, Ariana y Sebastián, eran especies extrañas, como la
rémora y el pez payaso. Ariana, de ocho años, se había ganado el epíteto de
niña silencio porque luego de besarlo en la mejilla desaparecía sin dejar
rastro, como esas serpientes de la arena, no la veía más y se pasaba buscándola
hasta que Excalibur, con su fino olfato, la encontraba en algún lugar de la
casa, hurgando sus cosas preferidas.
Sebastián se encargaba, pese a estar
advertido de que era un animal de carácter fuerte, de darle cacería a
Excalibur, quien siempre terminaba de cazador, y el abuelo tenía que ir a
rescatar al pequeño cuando lo encontraba sobre un mueble, llorando y haciendo
pucheros.
Emilio, el pez payaso, no podía estar sin
movimiento, peor “soportar” y no disfrutar con calma la lectura de una historia
y le preguntaba cuántas páginas faltaban o le suplicaba, palmas unidas, que
contara ya el final. Por él el viejo experimentaba cierta conmiseración y
trataba de ayudarlo. Una vez intentó enseñarle a respirar profundamente y
contener el aire unos segundos para calmarse. Fue imposible. Esa pequeña
quietud obligada sólo hizo que el pequeño se empapara de sudor y temblara como
un pajarito enfermo. En eso sintió otro tirón, más fuerte que el anterior, y
supo que el pez había dejado de buscar el fondo. Debe estar agotado, dijo. Esta ocasión no
sonrió porque, al igual que el pescador de la novela, muy en el fondo le dolía
la muerte del espada.
Finalmente estaban los escogidos, los
adorables que se sentaban uno a cada lado para escuchar las historias de mar
que salían de su mente. Siempre, como si fuera una liturgia, debía empezar con
la misma. Con la del increíble delfín que llevaba un niño hasta la playa luego
de que un maremoto lo había arrastrado mar afuera. Cuando Mucho y Palo
andaban en paz, lo que equivalía a estar atentos para contrariarlo, le decían a
los pequeños que no fuesen a creer ese cuento, y se burlaban de que un delfín
haya hecho semejante cosa, pero él sabía que era cierto, que el prodigio y la
maravilla no eran facultades exclusivas del hombre y recordaba el lugar y el
año de la noticia. Lichia, 1991. No les mostraba el recorte porque no era
necesario, los pequeños creían sus palabras y aquello bastaba. Si algo había
aprendido de la vida era precisamente eso, no otorgar valor a lo prescindible y
superfluo. Si mostraba el recorte se hubiera convertido en un bobalicón, nada más.
– Por eso se merecen
estar en la foto – Dijo –. Y miró a Rino Boy.
Santiago entendía que el animal que le
hacía daño en su interior era la cola malvada de un contendor más poderoso que
lo esperaba en la superficie. Había tratado de alcanzar la profundidad no obstante una fuerza superior que provenía
de aquella cola lo había evitado. Y cuando el cielo se empezó a enladrillar y
el Merlín había remolcado algunas millas el bote de diez toneladas, su
resistencia se agotó. Dejó de tomar la iniciativa y lo vieron saltar tres,
cuatro veces, con su sorda protesta de animal atrapado. Terminó flotando,
dejándose arrastrar por el nylon.
El tercer hombre del “Dos Rosarios” bajó
la escalinata de la popa para acercarse con el arpón. El abuelo Leo soltó la
seguridad de la silla y maniobró la caña para acomodar a Santiago en posición
de tiro. El marinero, inmóvil, con el arpón en lo alto parecía una escultura de
guerra. Observó la enorme cabeza del animal, su imponente espada y el ojo brotado y vivo como si estuviera lleno
de temor.
– No falles ni te conduelas
–
ordenó el viejo con firmeza, y vislumbró en ese segundo que podía
elaborarse todo un tratado de momentos llenos de palabras necesarias y
extrañamente dolorosas. Pero como siempre que definía su pesca trató de no dejarse
llevar por el sentimiento.
El puntiagudo acero, lanzado con la
potencia del músculo joven abrió la carne que jadeaba en el mar. Al instante,
el sorprendente chapoteo de espuma, agua, y sangre, sin embargo el arpón no
quedó aprisionado en el cuerpo del pez.
Fue el primer error. Que el metal no
hubiese atravesado el corazón. Al menos en un pez tan grande.
Santiago, como si recobrara el ímpetu,
enviado secretamente desde la querida profundidad, su buena madre, levantó la
cabeza y la giró con toda la violencia que aún podía brindar. El movimiento,
esperado, pero imprevisto por su descomunal talla
y por la
cantidad de agua que desplazaría, produciendo una ola de temibles
proporciones, tomó desprevenidos a los de la embarcación, aunque de haberlo
sabido tampoco hubieran hecho gran cosa. La caña se elevó por los aires.
Se acumularon segundos desastrosos:
mientras recuperaba el arpón atrayéndolo con la cuerda Rino Boy advirtió
con angustia que el abuelo estaba en el agua. No se preguntó cómo ocurrió, si
el viejo había caído o si se había lanzado para recuperar la caña, con lo loco
que era. Sin titubeos fue tras él. Bien hubiera ofrendado su vida por aquel
hombre que lo rescatara de una niñez miserable, cuando vivía en los tugurios
sin padre ni madre y una prostituta condolida apenas lo cuidaba a él y a sus
tres perros.
– Lo perdimos –
gritó el viejo.
Pero estaba equivocado.
Santiago había recordado el tema de las
distancias bélicas y en una brava muestra de continuar en el combate giró su
cuerpo y apuntó con su espada a los enemigos que danzaban en su medio. Los dos
hombres apenas ponderaron el peligro pero lo vieron con los ojos bien abiertos.
Rino Boy sólo alcanzó a prever, cuando el vertiginoso bulto rozó su
cuerpo, que había tenido una suerte magnífica. Y el viejo no pensó nada porque
la cruda descarga fue directa, en el centro de su pecho, y lo arrojó contra la
base semioculta del “Dos Rosarios”.
Lentamente Rino Boy llegó hasta donde
se hundía el abuelo, lo agarró de los hombros y lo subió con la ayuda del
marinero al borde de la escalera metálica. Allí comprendieron por la herida
abierta, de donde fluía la sangre abundantemente como de una pileta, y por los
ojos que miraban inexpresivos hacia el cielo, que el impacto había sido tremendo
y que el tiempo de agonía sería corto.
Pero el abuelo Leo aún podía enlazar
pensamientos, tenía noción del fin y de la forma que ocurría. No tuvo tiempo de
sentir pena por nadie, ni siquiera por Pablo Stephan o María Paula, ni de
rechazar una muerte que lo llenaba cada vez más de frío y temblores en sus
piernas, eso era lo único que no le gustaba, por el resto, tenía clara
conciencia de que era una de las mejores páginas para un hombre como él. Morir así no debe ser tan malo, articuló
apenas.
Y
no volvió a pensar más.
Ignorante de la desgracia, del llanto
angustioso de los marineros, de la bandera a media asta con que el “Dos
Rosarios” ingresaría al muelle, en un anochecer inolvidable, Santiago saboreaba
el haber herido a su enemigo. Aún era el señor de los alrededores, el gran pez,
pese a la ancha herida en su costado que dejaba un grueso sendero de sangre, lo
que además le impedía
respirar y moverse con facilidad. Sabía que mientras nadara no moriría,
y descendió hacia los amados oscuros espacios para tomar impulso, sospechaba
que no habría otro, que luego viviría en los miles de peces que se deleitarían
con su cuerpo y luego en otros y en
otros y así sucesivamente; su
vientre rozó la
arena del fondo y enfiló hacia la esfera gigante del cielo, la cual se
había ensanchado enormemente y estaba tan pero tan cerca y anaranjada que sería
sencillo saltar, atravesarla con su espada mágica e irse a morir con ella a lo
profundo de su mundo.