10.- GARABATO
A mi hijo
mayor.
Domínguez encajó con prudencia la nariz
falsa, cuidando que el fino elástico que la sujetaba desde la nuca, al girar
sobre sí, no remordiera sus mejillas. En el espejo, un hombre aturdido y
diferente lo contempló. A más de la nariz redonda, roja, y la llamativa peluca,
una grosera sonrisa blanca dibujada sobre sus labios deshacía todo rasgo
familiar.
Retrocedió para verse de cuerpo entero,
dentro del chaleco de esferas multicolores, pantalón bombacho, y esos zapatones
adquiridos para la ocasión en una tienda de monerías, y se admiró de hasta
dónde, en los territorios de la ridiculez, podía adentrarse un hombre para
defender el sustento. Ahogó una maldición. Razones de peso impedían dar rienda
suelta a sus impulsos y presentar la renuncia: haberse rajado para formar parte
de la mejor compañía de seguros internacionales, auto del año, aprendizajes
continuos en técnicas de negociación, costos de salud y cuenta del celular
cubiertos, y soberbias comisiones cuando las cosas iban bien. Lo que implicaba
a su vez, esposa orgullosa, amantísima, un par de domésticas, vivienda en zona
aristocrática y tranquilidad en la educación de los niños.
Las reglas del concurso eran claras. Por
comunicado general, cada lunes, un empleado
se disfrazaría de
saltimbanqui con el objeto de
ofrecer cierto producto – anónimo
hasta último momento –, entre el público de dos autobuses. El
responsable, ese nuevo gerente graduado en Louisiana, quien por su tesis
doctoral, versada en la magnitud y alcance de las ventas circunstanciales,
había convencido a los altos ejecutivos sobre los avanzados métodos de
resolución. Sostenía que el personal de ventas, los pilares de la empresa,
señores accionistas, debía explotar al máximo sus recursos ante situaciones
diversas e inesperadas inesperadas.
Domínguez tomó impulso y salió de
vestidores. Abierta la puerta su carácter debía permanecer inalterable. En el
corredor, sus compañeros, lo aguardaban con la impaciencia de una bandada de
gallinazos. Quienes ya habían pasado la prueba se convulsionaron
desesperadamente, señalando la peluca o los zapatos, en cambio, los que aún
debían cumplir el compromiso, esbozaban risitas reprimidas, como si no tuvieran
las agallas de declarar su desacuerdo y apartarse de los burlones.
– Es curioso…– señaló
Domínguez, molesto – que esta falta
de solidaridad no se vea en los animales.
Sabía por qué lo decía.
Semanas atrás, cuando se implantó el
singular evento y las recompensas para quienes ocuparan los primeros lugares,
él habló a sus compañeros de la NOVA.
Había leído un artículo en el diario con ese título, el cual hacía referencia a
las mujeres maltratadas en los hogares, sin embargo una hebra del mismo parecía
estar dirigido a ellos. NOVA: "No
Violencia Activa". Coincidentemente era lo único que podían enarbolar
ante las circunstancias: seriedad y silencio como en un funeral. Eran hombres
de trabajo, emprendedores y responsables, no bufones, en eso estaban de
acuerdo. Ningún disfrute, cero aplausos, para que siquiera con esa protesta irónica,
los dueños del mundo se dieran cuenta que habían rebasado la frontera de la
dignidad. Pero la NOVA, con todo su magnífico peso, se había ido al carajo con
el primer vendedor vestido de payaso.
Sobre su escritorio, Domínguez halló una
caja pequeña y un memorando. El papel decía lo siguiente:
Objeto: jabón
ordinario.
Peso: 80 gr.
Cantidad: diez
unidades.
Objetivo mínimo
de venta: siete unidades.
Precio: 50
centavos.
Utilidad:
sugerimos revitalizador de cutis.
Dentro de su despacho, el
iluminado gerente de mercadeo graduado
en Louisiana también se acomodó la pelotita roja sobre la nariz, porque así lo
ordenaban las bases del concurso. "El juez vestirá acorde a la
situación", artículo cuarto. Es justo, pensó, ambos disfrazados, sin
desentonar, con la enorme diferencia de que él iría con la cartilla evaluadora,
artículo cinco. Consideraría tres parámetros: predisposición, ingenio y
eficacia. Sonrió. La actividad lo rescataría de la tensión diaria. Pura chacota
chacota. Ya lo contaría emocionadísimo
por mail a sus compañeros de promoción, al gato Rojas y al cuervo Smith.
Engalanado de payaso por las calles de la vieja ciudad. Inolvidable invalorable
irrepetible experiencia. Se dirigió al salón de ventas donde recibió el aplauso
y las vivas de quienes rodeaban a Domínguez. Tras la pintura facial, el
evaluador advirtió en los ojos del subordinado una extraña mezcla de miedo y
odio.
– ¿Listo?
– ¡Siempre! – respondió Domínguez, sorprendiéndose de la seriedad y aplomo con que
respondió.
A propósito agarraron la cuarta buseta
porque las primeras pasaron medio vacías. Punto para Domínguez, anotó el juez
en el cartón, y a un costado, en signos ilegibles, la observación: acierta con
mercado para buscar en tierra fértil fértil. De paso admiró la astucia del
empleado, quien se bautizó como "Garabato" y solicitó con guiño
fotográfico unos minutos al chofer, antes de encararse con el público. Una
señora de ensortijado cabello se despabiló en su asiento, tras ella, un tipo de
gafas oscuras advirtió sobre su presencia al niño que lo acompañaba, pero la
mayoría indiferencia abismal, feroz, bostezo.
Domínguez no supo por qué ese instante recordó el aroma a vainilla y
romero de los cabellos de su mujer. Cuando te toque el turno lo harás bien, ya
sabes amor, sin miedo. Pero sus manos temblaban mientras sostenían el jabón.
Cero para Domínguez, voz floja, quebrada, y comienzo estúpido estúpido, anotó,
apoyado sobre el protector de la caja de cambios, el infalible dictaminador. El
mercader alcanzó a leer, en su jefe, esos signos no verbales, ceño fruncido,
labio superior deformado, y reaccionó.
– Piel seca, grasosa, normal, este jabón fabricado
en iuessey a base de las siete plantas milenarias de Egipto asegurará un cutis
suavísssimo como el pañuelo de los chinos. Oferta de prelanzamiento porque
después costará el doble.
– Dos – dijo la señora atenta.
Y en el papel: adecuada
motivación....aunque faltó agresividad, tablas para Domínguez.
– SSeeñooooreeess, sólo me quedan ocho, OCHO
JABONES, que de paso si te pasa también sirve para el acné y la pañalitis de los
bebés, lo inédito en cosmetología, jabón Adapte,
PH neutro que se adapta a tu piel.
Al fondo, un índice levantado sentenció la
tercera unidad.
Se bajaron
aprovechando el rojo del semáforo. Cruzaron la acera; la hora de entrada
a las oficinas había terminado pero encontraron en el autobús de regreso una
apreciable cantidad de pasajeros. Esta vez "Garabato" tuvo un inicio
prodigioso porque sacó una moneda de la oreja del tipo que iba en el primer asiento. Disfrute
general y en la cartilla, como rana aceitunada,
amazónica, un visto saltó a su favor. Interés captado. Dos señoras y un
caballero adquirieron la mercadería.
El payaso capacitador, colérico, sombrío,
concluyó dos cosas. La primera, que el resultado había sido idéntico en ambos casos,
tres jabones, independiente de la mala o buena actitud del vendedor, y la
segunda, la más valiosa, que con el sesenta por ciento de eficacia, a
Domínguez, igual que a dos de sus compañeros, no le bastaba para permanecer en
la empresa hasta fin de año. Con mediocres no se va a ningún lado, así de fácil
fácil.
Antes de marcharse, y como si intuyera la
maldad que se estaba gestando, "Garabato" improvisó un acto de
emergencia.
– Aprovechen que me voy con Dino Boy. Damas sin arrugas, hermosas, y por qué no, caballeros con
aspecto de ángel, decídanse a ser atractivos, se lo merecen, no hay cosa mejor
para la mujer que la piel que ella acaricie sea delicada.
Y un encorbatado, desde el centro del
vehículo, solicitó el Adapte.
El Evaluador no pudo evitar una mueca de
disgusto. Raspando y en tiempo extra, de la fosa al cielo. Dominleche, pensó.
Pero él no tuvo tanta suerte ni coordinación. Por andar anotando cada suceso,
cuando descendió la escalinata, antes de que el bus se detuviera, posiblemente,
y gracias a que existe algo que se llama justicia, al menos así iniciaría
Domínguez su relato, la punta de su zapatón derecho tropezó con el talón del
izquierdo, se distrajo o algo así, lo que hizo que su cuerpo se inclinara hacia
el peligroso vacío. "Garabato" alcanzó a ver la mano del gerente que
atrapaba el aire y no la barandilla de seguridad, y tuvo un segundo completo,
acaso dos, para salvarlo. Sin sorprenderse, prefirió permanecer impasible y
moverse a propósito en cámara lenta para ser testigo gozoso de aquel
desesperado, inútil esfuerzo por lograr el equilibrio. Parecía un acróbata en
apuros.
Cayó.
Después lo vio pasar rápidamente a través
de las ventanillas, rodando por el piso con toda su estela de colores, como si
se tratase de un cometa agonizante. El conductor disparó los frenos, se levantó
de su asiento y dio un suspiro de alivio al comprobar que las llantas no le
habían pasado por encima.
“Garabato” saltó sonoramente al pavimento.
Plash. Diez metros a su derecha, el Evaluador, cerca del cotidiano rostro, pues
en el violento remolino había extraviado la peluca y la nariz falsa, trataba de incorporarse. Un chorrito de
sangre le bajaba como otra decoración desde el borde de la ceja. Domínguez se llenó de hipocresía, recogió los
papeles desperdigados y se acercó al jefe, moviendo los codos mientras corría.
Estoy bien, escuchó, y levantó su mano para tranquilizar a la gente que se
apretujaba en las ventanillas del bus.
– Que buen susto.
– Lo sé – replicó el otro, presionando con un pañuelo el sitio de la herida –. Maldición si tengo suerte.
Domínguez debió hacer un esfuerzo para que
sus labios, los verdaderos, no los pintados, se mantuvieran en su sitio. Arrugó
la frente como si el sol tempranero lo fastidiara demasiado. Y todo por impedir
que esa justa tremenda sonada carcajada destruyera el silencio. El Evaluador la
presentía, aunque no mirara el rostro de Domínguez. Es más, intuía su angustia,
la de tener que esperar el resto de la tarde y la noche entera para encontrarse
con sus compañeros a la mañana siguiente y contarles lo sucedido sin descuidar
detalles. Y él, desde su escritorio, en su despacho, escucharía las armónicas
oleadas de risa, una por cada ocurrencia (por el dedo de Domínguez girando en
el aire para figurar la caída o por la mímica con que representaría el gesto de
dolor y el pañuelo empapado de sangre), como si respetaran determinadas señales
y Domínguez, convertido nuevamente en "Garabato" burlón, fuera el director de aquella desventurada y
espantosa orquesta de hienas hienas.
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