UNA
SUAVE BRISA EN MI ROSTRO
Como no pudiste vencer el tiempo, y te
fuiste haciendo viejito y se te formó un bigote canoso (asunto imposible de
imaginar cuando eras joven y fuerte), y te cayeron enfermedades propias de la
edad, hasta que te marchaste para siempre al reino de los perros dichosos, tampoco
creo que podrás engañar a la muerte, para venir un ratito a mi lado, darme unos
ladridos y dejar que te acaricie como lo hacía siempre.
Recuerdo, ahora que corro en el parque
para disipar la pena, que viniste una mañana similar. Había una ligera
llovizna. Y del norte llegaba un delicioso aroma de chocolate, producto de las fábricas que
había en ese lugar. La camioneta que estacionó en el recinto de la Defensa
Civil traía cinco hermosos cachorros. Como yo llevaba tres años laborando en la
cruz roja, tuve la primera opción. Había
dos bóxer, dos labradores, y un pastor alemán. Sin dudarlo, me decidí por ti,
eras el pastor que había querido siempre.
Enseguida te puse un nombre, el nombre de
un perro al yo admiraba en mi niñez, porque era el actor principal de una serie
televisiva, Corre Joe Corre. Se
trataba de un perro k9 (la máxima calificación en entrenamiento animal). En cada capítulo debía ayudar a las personas
que encontraba, y al mismo tiempo, escapar de la policía por un crimen que no cometió.
Así que te puse Joe. Como el perro actor.
Creciste flaco, como un pajarraco. A los 8
meses tuve que llevarte de nuevo a los aposentos de la defensa civil, donde se
efectuarían los entrenamientos caninos. Tres meses de encierro. Mi único temor
era que alcanzaras la calificación más alta, ser un k9, porque entonces sí te
hubiera perdido. Porque los canes que lo logran pasan a las fuerzas especiales
y son usados para detectar droga, explosivos y luchar contra delincuentes.
Tu calificación te ubicó como perro
rescatista de personas atrapadas en edificios, guía de ciegos, guardián, y
sobre todo, buen amigo.
Varias veces tuvimos que realizar labores
de salvamento. Nuestro equipo lo completaba: Alejandra, la enfermera, que te
llamaba Marujini (recuerdo que una
vez la hiciste caer por quitarle un helado), Pablo, el médico, quien te llamaba
Capitán del ejército de los pastores
alemanes. Paula, la encargada de las
transfusiones, que te decía alegremente Pirata,
y Juancho, el de logística, que no era muy
amante de los perros pero que de vez en cuando te regalaba una pelota de
tenis. Tú no te molestabas por tantos nombres con tal que esas palabras vinieran
con cariño.
Una vez, en el 2010, nuestro gobierno nos envió
a Haití, cuando ocurrió el terremoto. La misión: rescatar a personas atrapadas
en los edificios derrumbados. Yo te guiaba por los escombros, y tú olfateabas.
Aguantábamos el calor y el sol. Eso no nos podía vencer. ¿No es así? ¿A cuántas
personas descubriste para notificar con tus ladridos la presencia de
sobrevivientes? El número salió en los periódicos, nueve personas, entre ellas,
una mujer embarazada que no paraba de llorar
y abrazarte, y 3 niños. Otros perros
también lograron lo suyo y el gobierno de Haití los condecoró con una medalla a
la valentìa, la misma que fue colgada con honores en nuestras oficinas de la
cruz roja.
Para estar en forma, corríamos todas las
mañanas, aunque a veces en las tardes, o en las noches. Luego hacíamos las
prácticas que necesitabas. Saltos, búsquedas de objetos con el olfato,
arrastres y giros.
Vimos muchos amaneceres, enfrentamos a jaurías
de perros. ¿No habrás olvidado a ese enorme perro rojo que vino directo a
atacarnos? Pero tú inmutable, lo esperaste, levantaste tu cuerpo para soportar
la arremetida, y sólo eso bastó para que el gran rojo, notara la fuerza de tus patas. Lo venciste
sin una sola mordida. ¿Y el día de la gran tempestad? Fue fabulosa y tétrica. Nos agarró una tarde,
cuando nos faltaba poco para llegar a casa. El cielo se desgajó, y los rayos
caían a derecha e izquierda. Jamás mostraste temor. O quien sabe. Pero mientras
estuvieses conmigo te sentías protegido, aunque el verdadero protegido era yo.
¿Y a dónde dejamos nuestro secreto? Ese de
usar nuestro entendimiento, instructor-perro, para dar espectáculos gratuitos en
diversas escuelitas, algunas de niños humildes. Otras de ricachones. Aquello no
nos importaba. Todos tienen problemas. Quizás el niño pobre no había desayunado
esa mañana, o de pronto el niño rico extrañaba la separación de sus padres. Pero
el malestar quedaba atrás mientras te veían saltar, caminar en dos patas,
hacerte el muerto, buscar un objeto entre el público, y por último darme un empujón
para que yo (ese día convertido en el payaso Trapo, bola roja en la nariz
incluida), cayera de cabeza en un balde agua.
Tuve la suerte de ser tu dueño.
Tu dueño, amigo y compañero, y a veces, tu
papá, al menos cuando, cansado de algún trajín, me depositabas cariñosamente el
hocico sobre mi pierna, como si quisieras encontrar un hoyo para estar allí, y
yo te rascaba la cabeza y te daba las gracias por darme la oportunidad de
convertirme en un mejor ser humano.
Ojalá lo logre. Te lo deberé a ti.
Así fueron tus últimos días. La
veterinaria dictaminó insuficiencia cardíaca grave. Te acompañé hasta el final.
Jugamos a la pelota y hasta inventamos
un rap, el que quedó grabado en mi teléfono celular. Fue fácil hacerlo porque
mientras yo cantaba, tu ladrabas (imagino para que me calle), pero a la larga
parecía que cantábamos juntos.
He terminado de correr. Entiendo que eso debió
haber sido lo que me hubieras dicho, en caso hablaras. “No te rindas amigo”.
Lo sé.
Hay una lágrima en mi rostro, tiene una
coloración azul. Y en eso me maravillo que un perro de tamaño mediano, todo
peludo y descuidado, sale de entre los matorrales, me ladra un par de veces,
mueve su cola, deja que lo acaricie en el lomo, y se va alejando a toda
velocidad, mientras una suave brisa con olor a chocolate me llega al rostro.