De pronto, como si un brebaje lo hubiese transportado a las puertas del paraíso, el mundo dejó de fastidiarle tanto, se alivianaron sus pasos, o lo creyó así, y por un momento, el riesgo de tropezarse con algún desnivel de la acera quedó atrás. El viento que abordaba su cara le infirió mayor ánimo; rememoró épocas lejanas: el horizonte invadido de veleros, el jolgorio de aves hambrientas, los rastros de yodo en el ambiente, y las refinadas manos de la mujer que estaba a su lado, apoyada en las barandas del “Green Marí”.
Tal fue su entusiasmo que en la bocacalle no advirtió el cambio del semáforo ni el auto que, apenas iniciada la marcha, frenó con urgencia provocando un sonido corto y casi imperceptible, como el que emiten los galanes con sus labios cuando observan alguna mujer con trasero de media luna cruzando la esquina. Tampoco reparó en el gesto malhumorado del conductor ni en las palabras gruesas que alcanzó a lanzar desde su ventana y que estaban dirigidas a él. Entró en el edificio de baldosas relucientes, donde vivía su amigo, y saludó con el guardia.
-Cómo así este jueves, don Carlitos?
- Un asunto pendiente – dijo él, y se congratuló por tales palabras que denotaban algo de asombro y algo de afecto. Ingresó al ascensor, aseguró la puerta de rombos y aplastó el botón con el número cinco. Y volvió a pensar en el cheque extraviado. Con pasmosa puntualidad, entre el siete y el diez de cada mes, recibía aquel sobre que le enviaba el hijo residente en el exterior. Desde el martes no lo encontraba; había explorado en sus camisas del armario, en los cajones, y en las hojas del libro de Yukio Mishina que ojeaba por las noches. Después repasó los lugares donde había estado desde el día sábado, cuando asomó el cartero, y el apartamento de su amigo, punto de encuentro para las mañanas domingueras, emisora de tangos y café con galletas de vainilla en el balcón, no podía quedarse fuera de su labor rastreadora. En el piso quinto, con la esperanza del indigente que participa en juegos de lotería, revisó los maceteros que decoraban el corredor. Una señora con bolso de mercado salió de uno de los departamentos y pasó a su lado. Don Carlos agudizó sus ojos de águila recelosa, como cuando revisaba en el puesto fronterizo de Darmstadt la veracidad de los documentos de quienes querían huir de la guerra, detectar si la culpa y el nerviosismo descomponían el rostro de la mujer. Nada. Golpeó la puerta conocida, leyó quién sabe si por vigésima ocasión la calcomanía retocada por su amigo, la cual, siempre lo hacía sonreír: "En esta casa nadie es católico, de todas maneras no joda", y bastaron dos minutos para explicar lo sucedido y escuchar la respuesta que allí no habían visto el cheque ni nada que se le pareciera. Pero le prometieron que buscarían entre los muebles y en el piso. Se despidió con un ademán ficticio, agarrando un poco de aire con sus dedos como si tuviera sombrero y lo levantara suavemente. Sospechó también de ellos, y del hombre bigotudo con ojos de iguana que lo acompañó en el ascensor durante el descenso, y del guardia que lo volvió a saludar, y de Yolanda, la empleada que lo dejó salir, violando con ello las estrictas normas de la casa, y que ahora le abría la puerta del cerramiento con una mueca alegre, cómplice.
El anciano permitió que ella le pasara la mano por su hombro y lo ayudara a subir las escalinatas. Dentro del primer salón, Don Carlos se dejó caer pesadamente en el sofá. Ya no había huellas de paraíso alguno, y respiraba con agitación, como si tuviera dentro de su pecho uno de esos tamboleros de manglar que se llenan de aire cuando son atrapados por el nylon del pescador. El inconfundible olor de Jerónimo (hedor para otros) tocó su nariz. Bajó su mano: el simple contacto con la dura cabeza de aquel perro, y el rítmico bastoneo de su rabo contra la alfombra, fueron tranquilizando al pez que agonizaba en su pecho. Sin ese dinero estaría perdido por un tiempo, pensó Don Carlos, quien ya se había acostumbrado a esperar con ansias el inicio de cada mes. A escondidas de su hija, y con la complicidad de Yolanda, que era la encargada de abrir el buzón del correo y cobrar los cheques en la cambiaria, él completaba para sus antojos gastronómicos, los cuales desobedecían las prohibiciones médicas: cazuelas, cangrejitos al ajillo y fritadas con mote que sólo incrementaban sus niveles de triglicéridos y colesterol; sin embargo, y con el ánimo de quedar en paz con un sector de su conciencia que atribuía a su insensatez los frecuentes mareos y dolores de cabeza, separaba religiosamente una cantidad para los benditos fármacos que mantenían en equilibrio su presión sanguínea.- Habrá que resistir, como en Darmstadt - repitió en voz baja. Y es que nada se comparaba a esos días de hambre, locura y muerte, cuando su ciudad fue cercada por los aliados. Prefirió encender el tocadiscos, permitir al "Gloria" de Verdi que empapara el ambiente y fantasear con la brisa del océano en su rostro. Se vio apoyado en las barandas en compañía de la mujer, compartiendo el zarpe del "Green Marí ". Su luna de miel por varios países europeos había terminado, y como los fondos estaban muy reducidos, había enviado a su esposa por avión, mientras él ahorraría retornando por barco. Pero no contó con que el libreto le haría toparse con la mujer más bella del continente, y se inventó que era geólogo y que lo habían contratado en América por asuntos de petróleo. Ella también completó su ficha: Miriam Greher, fotógrafa profesional, destino: la selva brasileña, donde debía realizar tomas para una revista francesa. Don Carlos, aunque aún guardara en un cajón del armario su retrato en blanco y negro, no lograba evocarla con exactitud, era obvio que los años habían traído demasiada bruma a su cabeza, sólo era consciente de su hermosura, por esos ojos que despedían un insólito color azul apagado, y esos labios finos de las actrices de la época. Sí, tal vez sólo quedaban aquellas nociones y el recuerdo de los días por los que valió la pena haber vivido.
***
El reloj estaba a punto de marcar las diecisiete horas. Tras sus desconsolados lentes estilo clásico, Delia parecía empujar con impaciencia al insobornable minutero, azuzándolo en secreto como a esos caballos rezagados de las carreras, para que llegara pronto al trazo pronunciado de la hora exacta. Entonces sonarían las cinco campanadas electrónicas, produciendo un eco similar a las de la iglesia de su parroquia, situada a diez cuadras de su ventana. A partir de ese momento todos se marchaban. Todos menos Delia. Aún tipearía algunos oficios pendientes para estar acorde con su prototipo de secretaria ideal, salir veinte o treinta minutos después, y comunicarle al jefe, muy temprano por la mañana, quién o quiénes eran los primeros en abandonar sus puestos. Se daba cuenta de muchas cosas más, y en una libretita de bolsillo, apuntaba, con signos y códigos sólo descifrables por ella, a los empleados que asomaban con atraso, o al tipo aquel de bodegas que se arrugaba como insecto para disimular el olor a trago, o a las dos sospechosas del área de mercadeo - tenía sus nombres dentro de un círculo rojo- que coincidentemente pasaban mucho rato en el cuarto de baño, además de no olvidar al trío de vagos que charlaba cosas triviales –colores de corbatas, fútbol, modelos de gafas, cine, atributos del cuerpo de sus compañeras- en tiempo que no era de lonche. La odiaban. Y ella lo sabía. Con frecuencia advertía susurros de dragones heridos. Susurros penetrantes que se estrellaban como puñales en la madera de las puertas que ella cerraba cuando salía de algún departamento. A las diecisiete y veinte abrió el cajón del escritorio. De su interior sacó el espejo de mano y la caja de maquillaje. Observó su rostro, esbozó una sonrisa y se dio cuenta de que esa extraña presencia (describirla equivaldría a decir cuervo graznando en medio del bosque) estaba nuevamente en su interior. Y no es que le alegrara maquillarse, más bien en aquel rito celebraba el inicio del fin de semana, el reposo sagrado. Pero aparecía el cuervo y le cantaba al oído que no tenía motivos para mostrar su alegría al mundo porque todo en su vida era rutina. El día viernes no se diferenciaba de los demás. Su salida estaba marcada por repetidos y mecanizados actos: dejar el exceso de carmín en una servilleta, bajar al estacionamiento y discutir con el cuidador, darle a regañadientes un par de monedas, treparse al auto y, desoyendo los consejos de seguridad sobre cambiar las rutas diarias, recorrer las mismas calles, los mismos semáforos y ver los mismos mendigos en las mismas esquinas, y entrar a casa donde no la aguardaba un marido con las ansias intactas, sino un anciano perturbado y medio ciego, y un perro también añoso y dormilón que, pese a sonarlo de vez en cuando con reverendos puntapiés, no cesaba con la maldita costumbre de cruzársele el rato menos pensado.
***
Con el descanso el paraíso parecía haber regresado. Podía recordar colores y fragancias sin la molestia de ese vacío feroz que a veces llenaba su cerebro. También tuvo miedo que el cheque se le hubiera ido el martes, en el pantalón que enviaron a la tintorería, pero estaba seguro de haber revisado los bolsillos y el interior de la basta que era el secreto sitio donde ocultaba los cigarrillos que Yolanda le compraba en la tienda. Concluyó que el asunto del cheque era un gran misterio, y tenía que dejarlo así, puesto que si aparecía, lo haría inesperadamente, tal y como se había esfumado. No hay peor cosa para un objeto perdido que olvidarlo, pensó con acierto, así se le termina la magia, y se entregó al pasado sin resistencia. Enseguida vio con claridad la botella de vino revolcándose entre las ondas que dejaba el "Green Marí ". A ratos se hundía por completo, sin dejar vestigios, pero luego su cuello azul emergía con rapidez de entre la espuma como esos delfines traviesos que acompañan de cerca la proa de los barcos. Dentro de la botella había una nota escrita por su puño y letra. No recordaba el orden de las palabras, pero sí algo de su estructura, porque escribió sobre la blanca red de algodón que, durante la noche, había cubierto el cuerpo de la mujer, y de la luz lunar inolvidablemente estancada como agua entre los agujeros de dicha red. Sin embargo, con los años, Don Carlos alcanzó a comprender que los detalles de un amor irrepetible no bastaron para preservarlo del adiós. El peso de Jerónimo sobre sus piernas cortó de golpe su proyección de cine clásico. Era el inequívoco anuncio de que su hija estaba a punto de presentarse. Y ocurrió así, casi de inmediato: el metálico sonido de las llaves, el giro de la cerradura, y los pasos de Delia por la sala. Ahora tuvo él que tranquilizar al animal, deslizando sus dedos en el mezquino pelaje, para que dejara de gruñir.
***
Cuando terminó de cenar, Delia prefirió seguir en su puesto. Contemplaba al viejo con una fascinación similar a la de los niños que estudian por vez primera las dimensiones reales de un elefante. Pensaba que aquella imagen recargada de ternura (anciano, sillón, animal imbécil, manos arrugadas acariciando animal imbécil, ventana que proporcionaba las sombras correctas) sería un excelente motivo para cualquier anuario.
Yolanda, que conocía de memoria aquella mirada, pues a más de trabajar con la señorita durante diez años, y haber vivido su infancia en el campo, donde la naturaleza la adiestró para detectar peligros ocultos, en especial ojos diminutos y venenosos que acechaban tras la hierba, recogió apuradamente la mesa. Confiaba que su rápida intervención detendría la marcha de aquel mecanismo inflexible, pero al instante, cuando la señorita ordenó que dejara los platos sucios sobre el lavadero, y que se fuera pronto, comprendió que no lo había logrado. Con coraje colgó el uniforme tras la puerta del cuarto de servidumbre, y se marchó sin despedirse, acaso, sólo una íntima mirada a Don Carlos, quien observaba sin mucho entusiasmo la televisión.
Fue Delia quien lavó la vajilla y la colocó ordenadamente en la alacena. Hizo dos o tres labores más hasta que anocheció. Entonces fue al sillón del viejo. Lo encontró cabeceando, desconectado por completo de las imágenes que emitía la pantalla; se agachó un poco como para asegurarse que su grito llegara directo, sin descomponerse en el aire:
- ¡Carajo!, te orinaste otra vez. Ya sabes lo que pasa cuando no me avisas. Don Carlos quería hablarle algo a esa mujer que, en su abrupto despertar, no identificaba, pero que en una escena repetida, lo llevaba casi a rastras por entre los muebles de la sala. Dentro de su boca se congestionaron las escasas palabras que enlazó su mente, y apenas un por favor descompuesto y magullado por el entrevero de signos salió al exterior, hasta que en sus narices vio abrirse la puerta trasera, y con el empujón, el suelo del patio creció como una pared y se estrelló contra sus manos.
El hombre permaneció sentado unos minutos, masajeándose las rodillas que habían aguantado el impacto. Después avanzó hasta su inservible Ford del 50, estacionado desde hacía años en el garaje de la casa. En otra época, más de un coleccionista, fascinado por las partes originales, lo quiso adquirir, pero él por algún motivo, indescifrable por cierto, había rechazado todas las ofertas. Abrió la portezuela y se acomodó en el roído asiento. El lugar lo protegía del frío y de las lluvias, pero no del hambre. No había cenado, y lamentaba que Yolanda, tan comedida, hubiese olvidado colocarle algún bocado en el bolsillo de su camisa, especialmente ahora cuando la noche estaba entera, como una mujer con todas sus ropas.
Despertó con un estrépito de botellas vacías y golpes secos de maceteros chocando contra el piso. Era patente: se libraba una lucha mortal. Don Carlos escuchó los movimientos de ataque y los de fuga, el alarido y el terror y las dentelladas que no despedazaron el aire sino la carne y dieron fin a esa coreografía de vida o muerte. Al minuto, Jerónimo estaba trepado en el asiento del Ford. Jadeaba de felicidad. Le acarició el hocico. Era su gran compañero: siempre que pasaba la noche afuera, el animal se las arreglaba para traerle algo. Ahora se trataba de un ratoncito que el viejo chupó sin demora. Y aunque notó que la dolorosa sensación en su estómago empezaba a calmarse, una gran tristeza, atrincherada en tantos años, reclamó su lugar. Fue como un estallido, y quiso llorar por esa muerte suya que se demoraba bastante. Pero en la angustia no se halla la libertad, pensó, al contrario, a la muerte hay que aplicarle la misma táctica de los objetos perdidos. Herida en su dignidad, no tardaría en buscarlo. Y respiró profundamente para alejar la melancolía de su pecho. Por lo pronto, como soldado, su única misión era soportar hasta el amanecer, como en Darmstadt. Entonces, casi con el panadero, vendría Yolanda. Sentiría su fuerte abrazo de mujer robusta y sus manos toscas limpiándole los restos de baba y sangre pegoteada alrededor de los labios. Luego la recriminación: "Uno de estos días se me va a enfermar Don Carlitos", y ayudándolo a subir por la cocina se detendría unos segundos para repetir la misma frase que resonaba como un salmo: "Sabe, a las serpientes se las debe matar de un garrotazo, en la cabeza, para que no la levanten ni tengan oportunidad".
Tal fue su entusiasmo que en la bocacalle no advirtió el cambio del semáforo ni el auto que, apenas iniciada la marcha, frenó con urgencia provocando un sonido corto y casi imperceptible, como el que emiten los galanes con sus labios cuando observan alguna mujer con trasero de media luna cruzando la esquina. Tampoco reparó en el gesto malhumorado del conductor ni en las palabras gruesas que alcanzó a lanzar desde su ventana y que estaban dirigidas a él. Entró en el edificio de baldosas relucientes, donde vivía su amigo, y saludó con el guardia.
-Cómo así este jueves, don Carlitos?
- Un asunto pendiente – dijo él, y se congratuló por tales palabras que denotaban algo de asombro y algo de afecto. Ingresó al ascensor, aseguró la puerta de rombos y aplastó el botón con el número cinco. Y volvió a pensar en el cheque extraviado. Con pasmosa puntualidad, entre el siete y el diez de cada mes, recibía aquel sobre que le enviaba el hijo residente en el exterior. Desde el martes no lo encontraba; había explorado en sus camisas del armario, en los cajones, y en las hojas del libro de Yukio Mishina que ojeaba por las noches. Después repasó los lugares donde había estado desde el día sábado, cuando asomó el cartero, y el apartamento de su amigo, punto de encuentro para las mañanas domingueras, emisora de tangos y café con galletas de vainilla en el balcón, no podía quedarse fuera de su labor rastreadora. En el piso quinto, con la esperanza del indigente que participa en juegos de lotería, revisó los maceteros que decoraban el corredor. Una señora con bolso de mercado salió de uno de los departamentos y pasó a su lado. Don Carlos agudizó sus ojos de águila recelosa, como cuando revisaba en el puesto fronterizo de Darmstadt la veracidad de los documentos de quienes querían huir de la guerra, detectar si la culpa y el nerviosismo descomponían el rostro de la mujer. Nada. Golpeó la puerta conocida, leyó quién sabe si por vigésima ocasión la calcomanía retocada por su amigo, la cual, siempre lo hacía sonreír: "En esta casa nadie es católico, de todas maneras no joda", y bastaron dos minutos para explicar lo sucedido y escuchar la respuesta que allí no habían visto el cheque ni nada que se le pareciera. Pero le prometieron que buscarían entre los muebles y en el piso. Se despidió con un ademán ficticio, agarrando un poco de aire con sus dedos como si tuviera sombrero y lo levantara suavemente. Sospechó también de ellos, y del hombre bigotudo con ojos de iguana que lo acompañó en el ascensor durante el descenso, y del guardia que lo volvió a saludar, y de Yolanda, la empleada que lo dejó salir, violando con ello las estrictas normas de la casa, y que ahora le abría la puerta del cerramiento con una mueca alegre, cómplice.
El anciano permitió que ella le pasara la mano por su hombro y lo ayudara a subir las escalinatas. Dentro del primer salón, Don Carlos se dejó caer pesadamente en el sofá. Ya no había huellas de paraíso alguno, y respiraba con agitación, como si tuviera dentro de su pecho uno de esos tamboleros de manglar que se llenan de aire cuando son atrapados por el nylon del pescador. El inconfundible olor de Jerónimo (hedor para otros) tocó su nariz. Bajó su mano: el simple contacto con la dura cabeza de aquel perro, y el rítmico bastoneo de su rabo contra la alfombra, fueron tranquilizando al pez que agonizaba en su pecho. Sin ese dinero estaría perdido por un tiempo, pensó Don Carlos, quien ya se había acostumbrado a esperar con ansias el inicio de cada mes. A escondidas de su hija, y con la complicidad de Yolanda, que era la encargada de abrir el buzón del correo y cobrar los cheques en la cambiaria, él completaba para sus antojos gastronómicos, los cuales desobedecían las prohibiciones médicas: cazuelas, cangrejitos al ajillo y fritadas con mote que sólo incrementaban sus niveles de triglicéridos y colesterol; sin embargo, y con el ánimo de quedar en paz con un sector de su conciencia que atribuía a su insensatez los frecuentes mareos y dolores de cabeza, separaba religiosamente una cantidad para los benditos fármacos que mantenían en equilibrio su presión sanguínea.- Habrá que resistir, como en Darmstadt - repitió en voz baja. Y es que nada se comparaba a esos días de hambre, locura y muerte, cuando su ciudad fue cercada por los aliados. Prefirió encender el tocadiscos, permitir al "Gloria" de Verdi que empapara el ambiente y fantasear con la brisa del océano en su rostro. Se vio apoyado en las barandas en compañía de la mujer, compartiendo el zarpe del "Green Marí ". Su luna de miel por varios países europeos había terminado, y como los fondos estaban muy reducidos, había enviado a su esposa por avión, mientras él ahorraría retornando por barco. Pero no contó con que el libreto le haría toparse con la mujer más bella del continente, y se inventó que era geólogo y que lo habían contratado en América por asuntos de petróleo. Ella también completó su ficha: Miriam Greher, fotógrafa profesional, destino: la selva brasileña, donde debía realizar tomas para una revista francesa. Don Carlos, aunque aún guardara en un cajón del armario su retrato en blanco y negro, no lograba evocarla con exactitud, era obvio que los años habían traído demasiada bruma a su cabeza, sólo era consciente de su hermosura, por esos ojos que despedían un insólito color azul apagado, y esos labios finos de las actrices de la época. Sí, tal vez sólo quedaban aquellas nociones y el recuerdo de los días por los que valió la pena haber vivido.
***
El reloj estaba a punto de marcar las diecisiete horas. Tras sus desconsolados lentes estilo clásico, Delia parecía empujar con impaciencia al insobornable minutero, azuzándolo en secreto como a esos caballos rezagados de las carreras, para que llegara pronto al trazo pronunciado de la hora exacta. Entonces sonarían las cinco campanadas electrónicas, produciendo un eco similar a las de la iglesia de su parroquia, situada a diez cuadras de su ventana. A partir de ese momento todos se marchaban. Todos menos Delia. Aún tipearía algunos oficios pendientes para estar acorde con su prototipo de secretaria ideal, salir veinte o treinta minutos después, y comunicarle al jefe, muy temprano por la mañana, quién o quiénes eran los primeros en abandonar sus puestos. Se daba cuenta de muchas cosas más, y en una libretita de bolsillo, apuntaba, con signos y códigos sólo descifrables por ella, a los empleados que asomaban con atraso, o al tipo aquel de bodegas que se arrugaba como insecto para disimular el olor a trago, o a las dos sospechosas del área de mercadeo - tenía sus nombres dentro de un círculo rojo- que coincidentemente pasaban mucho rato en el cuarto de baño, además de no olvidar al trío de vagos que charlaba cosas triviales –colores de corbatas, fútbol, modelos de gafas, cine, atributos del cuerpo de sus compañeras- en tiempo que no era de lonche. La odiaban. Y ella lo sabía. Con frecuencia advertía susurros de dragones heridos. Susurros penetrantes que se estrellaban como puñales en la madera de las puertas que ella cerraba cuando salía de algún departamento. A las diecisiete y veinte abrió el cajón del escritorio. De su interior sacó el espejo de mano y la caja de maquillaje. Observó su rostro, esbozó una sonrisa y se dio cuenta de que esa extraña presencia (describirla equivaldría a decir cuervo graznando en medio del bosque) estaba nuevamente en su interior. Y no es que le alegrara maquillarse, más bien en aquel rito celebraba el inicio del fin de semana, el reposo sagrado. Pero aparecía el cuervo y le cantaba al oído que no tenía motivos para mostrar su alegría al mundo porque todo en su vida era rutina. El día viernes no se diferenciaba de los demás. Su salida estaba marcada por repetidos y mecanizados actos: dejar el exceso de carmín en una servilleta, bajar al estacionamiento y discutir con el cuidador, darle a regañadientes un par de monedas, treparse al auto y, desoyendo los consejos de seguridad sobre cambiar las rutas diarias, recorrer las mismas calles, los mismos semáforos y ver los mismos mendigos en las mismas esquinas, y entrar a casa donde no la aguardaba un marido con las ansias intactas, sino un anciano perturbado y medio ciego, y un perro también añoso y dormilón que, pese a sonarlo de vez en cuando con reverendos puntapiés, no cesaba con la maldita costumbre de cruzársele el rato menos pensado.
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Con el descanso el paraíso parecía haber regresado. Podía recordar colores y fragancias sin la molestia de ese vacío feroz que a veces llenaba su cerebro. También tuvo miedo que el cheque se le hubiera ido el martes, en el pantalón que enviaron a la tintorería, pero estaba seguro de haber revisado los bolsillos y el interior de la basta que era el secreto sitio donde ocultaba los cigarrillos que Yolanda le compraba en la tienda. Concluyó que el asunto del cheque era un gran misterio, y tenía que dejarlo así, puesto que si aparecía, lo haría inesperadamente, tal y como se había esfumado. No hay peor cosa para un objeto perdido que olvidarlo, pensó con acierto, así se le termina la magia, y se entregó al pasado sin resistencia. Enseguida vio con claridad la botella de vino revolcándose entre las ondas que dejaba el "Green Marí ". A ratos se hundía por completo, sin dejar vestigios, pero luego su cuello azul emergía con rapidez de entre la espuma como esos delfines traviesos que acompañan de cerca la proa de los barcos. Dentro de la botella había una nota escrita por su puño y letra. No recordaba el orden de las palabras, pero sí algo de su estructura, porque escribió sobre la blanca red de algodón que, durante la noche, había cubierto el cuerpo de la mujer, y de la luz lunar inolvidablemente estancada como agua entre los agujeros de dicha red. Sin embargo, con los años, Don Carlos alcanzó a comprender que los detalles de un amor irrepetible no bastaron para preservarlo del adiós. El peso de Jerónimo sobre sus piernas cortó de golpe su proyección de cine clásico. Era el inequívoco anuncio de que su hija estaba a punto de presentarse. Y ocurrió así, casi de inmediato: el metálico sonido de las llaves, el giro de la cerradura, y los pasos de Delia por la sala. Ahora tuvo él que tranquilizar al animal, deslizando sus dedos en el mezquino pelaje, para que dejara de gruñir.
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Cuando terminó de cenar, Delia prefirió seguir en su puesto. Contemplaba al viejo con una fascinación similar a la de los niños que estudian por vez primera las dimensiones reales de un elefante. Pensaba que aquella imagen recargada de ternura (anciano, sillón, animal imbécil, manos arrugadas acariciando animal imbécil, ventana que proporcionaba las sombras correctas) sería un excelente motivo para cualquier anuario.
Yolanda, que conocía de memoria aquella mirada, pues a más de trabajar con la señorita durante diez años, y haber vivido su infancia en el campo, donde la naturaleza la adiestró para detectar peligros ocultos, en especial ojos diminutos y venenosos que acechaban tras la hierba, recogió apuradamente la mesa. Confiaba que su rápida intervención detendría la marcha de aquel mecanismo inflexible, pero al instante, cuando la señorita ordenó que dejara los platos sucios sobre el lavadero, y que se fuera pronto, comprendió que no lo había logrado. Con coraje colgó el uniforme tras la puerta del cuarto de servidumbre, y se marchó sin despedirse, acaso, sólo una íntima mirada a Don Carlos, quien observaba sin mucho entusiasmo la televisión.
Fue Delia quien lavó la vajilla y la colocó ordenadamente en la alacena. Hizo dos o tres labores más hasta que anocheció. Entonces fue al sillón del viejo. Lo encontró cabeceando, desconectado por completo de las imágenes que emitía la pantalla; se agachó un poco como para asegurarse que su grito llegara directo, sin descomponerse en el aire:
- ¡Carajo!, te orinaste otra vez. Ya sabes lo que pasa cuando no me avisas. Don Carlos quería hablarle algo a esa mujer que, en su abrupto despertar, no identificaba, pero que en una escena repetida, lo llevaba casi a rastras por entre los muebles de la sala. Dentro de su boca se congestionaron las escasas palabras que enlazó su mente, y apenas un por favor descompuesto y magullado por el entrevero de signos salió al exterior, hasta que en sus narices vio abrirse la puerta trasera, y con el empujón, el suelo del patio creció como una pared y se estrelló contra sus manos.
El hombre permaneció sentado unos minutos, masajeándose las rodillas que habían aguantado el impacto. Después avanzó hasta su inservible Ford del 50, estacionado desde hacía años en el garaje de la casa. En otra época, más de un coleccionista, fascinado por las partes originales, lo quiso adquirir, pero él por algún motivo, indescifrable por cierto, había rechazado todas las ofertas. Abrió la portezuela y se acomodó en el roído asiento. El lugar lo protegía del frío y de las lluvias, pero no del hambre. No había cenado, y lamentaba que Yolanda, tan comedida, hubiese olvidado colocarle algún bocado en el bolsillo de su camisa, especialmente ahora cuando la noche estaba entera, como una mujer con todas sus ropas.
Despertó con un estrépito de botellas vacías y golpes secos de maceteros chocando contra el piso. Era patente: se libraba una lucha mortal. Don Carlos escuchó los movimientos de ataque y los de fuga, el alarido y el terror y las dentelladas que no despedazaron el aire sino la carne y dieron fin a esa coreografía de vida o muerte. Al minuto, Jerónimo estaba trepado en el asiento del Ford. Jadeaba de felicidad. Le acarició el hocico. Era su gran compañero: siempre que pasaba la noche afuera, el animal se las arreglaba para traerle algo. Ahora se trataba de un ratoncito que el viejo chupó sin demora. Y aunque notó que la dolorosa sensación en su estómago empezaba a calmarse, una gran tristeza, atrincherada en tantos años, reclamó su lugar. Fue como un estallido, y quiso llorar por esa muerte suya que se demoraba bastante. Pero en la angustia no se halla la libertad, pensó, al contrario, a la muerte hay que aplicarle la misma táctica de los objetos perdidos. Herida en su dignidad, no tardaría en buscarlo. Y respiró profundamente para alejar la melancolía de su pecho. Por lo pronto, como soldado, su única misión era soportar hasta el amanecer, como en Darmstadt. Entonces, casi con el panadero, vendría Yolanda. Sentiría su fuerte abrazo de mujer robusta y sus manos toscas limpiándole los restos de baba y sangre pegoteada alrededor de los labios. Luego la recriminación: "Uno de estos días se me va a enfermar Don Carlitos", y ayudándolo a subir por la cocina se detendría unos segundos para repetir la misma frase que resonaba como un salmo: "Sabe, a las serpientes se las debe matar de un garrotazo, en la cabeza, para que no la levanten ni tengan oportunidad".